PRESENTACIÓN DEL LIBRO CON LOS RELATOS FINALISTAS DEL V CONCURSO DE MASQUECUENTOS Y LA VIDA SIGUE
El pasado 12 de abril tuvo lugar en la Asociación de Prensa de Jaén el acto de presentación del libro con los relatos ganadores y finalistas del V concurso de MasQueCuentos. Fue un acto muy emotivo, estupendamente organizado por Juande Valverde el alma mater de MasQueCuentos y de su concurso literario sobre el mundo del olivar que ya va por la V edición y completamente consolidado como un referente cultural de nuestra tierra. El evento contó con la presencia de Pedro Molinos (Editorial Liberman), como presentadora del evento África Cómo, presidenta del Consejo de Administración de Ferias Jaén; el gerente de AEMO, José María Penco y también estuvieron presentes la presidenta de la Fundación Unicaja Jaén, Carmen espín; y la directora de la UNED en Jaén, María Luisa Grande. Además. la organización invitó a los autores finalistas que quisieran. Asistí y así tuve la oportunidad de conocer a otros escritores y escritoras. Por ejemplo allí me encontré con Mar Hornos una galduriense que es de las mejores microrrelatistas en el panorama nacional con multitud de premios y que fue también finalista con un microrrelato que es una maravilla y que nos leyó allí.
Este libro presentado con fines benéficos contiene los 32 relatos finalistas del V concurso de MasQueCuentos. Dejo el enlace al libro:
Una referencia en los medios locales al evento:
https://www.horajaen.com/2023/04/13/mas-de-treinta-cuentos-dan-vida-a-voces-del-olivar-con-los-ganadores-de-masquecuentos/
Y aquí os dejo mi relato: "LA VIDA SIGUE" que fue finalista y se incluye en el libro "Voces del olivar"
LA VIDA SIGUE
El último trabajo que me encargaron
desde la redacción para el suplemento dominical me vendría fenomenal. Un cambio
de aires muy oportuno. Las cosas con Fede no marchaban bien. Nuestra
relación se había enredado entre las madejas de la indiferencia y los reproches,
por lo que el marcharme fuera un tiempo podría ser como una brisa de aire
fresco. Además, el director, en contra de lo acostumbrado, daba tiempo de
sobra. Estábamos a primeros de noviembre y el reportaje no se publicaría hasta
diciembre, por lo que podría trabajar sin agobios; documentarme, tomar
buenas fotografías y, sobre todo, pergeñar la historia de la manera más
fiel e interesante posible a los lectores.
El reportaje giraría en torno a una
empresa oleícola familiar, Los Carvajal, que elaboraba y comercializaba su
propio aceite de oliva virgen extra y que, además, había construido un
museo temático sobre el aceite con restaurante y un pequeño hotel. Las
inmensas fincas de aquella empresa eran de una buena tierra bañada por las
aguas del Guadalquivir con la sombra de las montañas del Parque Natural de
Cazorla, Segura y Las Villas.
Cuando llegué a la finca me esperaban
las tres generaciones que regentaban la empresa oleícola. El abuelo, don
Santiago Carvajal; su hijo, don Santiago Carvajal; y el nieto, don Santiago
Carvajal. Además de compartir nombre y apellido, eran un calco entre sí.
Un vivo retrato del abuelo, solo que éste, por efecto inevitable
del tiempo, con el rostro más arrugado y la nariz y las orejas
más grandes.
Me dieron alojamiento en
una de las mejores habitaciones, y después de la comida me recogerían para
dar una vuelta por las instalaciones. Cuando iba a por mi equipaje, un joven de
piel oscura y de una edad como la mía, a mitad de camino entre la treintena y
la cuarentena, se abalanzó sobre el maletero de mi Seat León.
—Señora, yo llevo maleta —dijo desplegando una sonrisa de dientes blancos relucientes.
La habitación era muy coqueta. Decorada
en un estilo rural, de maderas oscuras, pero elegante. Tenía una amplia
ventana con terraza con vistas a la sierra de Cazorla y una alfombra inmensa de
olivos alrededor. Cuando bajé a la recepción, me esperaba el fundador de
la empresa, don Santiago Carvajal, el abuelo, que, según me contó después,
seguía siendo aún el único dueño legítimo de todo aquello hasta que el Altísimo
lo llamara. Tenía ochenta y cinco años. Alto, enjuto. Amable, pero sin
exceso. De movimientos lentos, se ayudaba de un bastón para caminar que
manejaba con elegancia, pero con una mente muy lúcida. Sus ojos se
encendían como ascuas cuando hablaba. Al día siguiente su hijo me llevaría
a recorrer la inmensa finca de varias decenas de miles de olivos y se
ofreció, mientras tanto, para mostrarme el museo temático sobre la cultura
del aceite. El museo era fascinante. Un lugar espacioso, lleno de luz, repleto
de paneles explicativos, aperos de labranza del olivar, capazos, piedras de
molino, tolvas, imágenes del siglo XIX con los campesinos en faena y
poemas de Machado y Hernández. Me explicaba que con los olivares de la finca se
abastecían de un aceite de excelente calidad que elaboraban en su propia
almazara. Un antiguo molino derruido que rehabilitó y para el que contrató
a los mejores maestros de almazara en muchos kilómetros a la
redonda. El abuelo hablaba pausado, pero enérgico y me dijo que cuando
empezó a comercializar un aceite de oliva de cosecha temprana, cuando nadie lo
hacía entonces, en el pueblo le llamaban loco.
Después de construir la almazara y
adquirir más olivos para ampliar la finca pasó por apuros financieros que a
punto estuvieron de llevarle a la ruina, pero los solventó. <<Al final,
Mónica, la vida siempre sigue>>, dijo sonriendo.
Don Santiago Carvajal me
contaba, haciendo círculos en el aire con su bastón, que arriesgó mucho al
dedicar una parte importante de la producción a un aceite de primera extracción
que, al principio, no era rentable por su alto coste, pero que con
determinación —casi obstinación, precisó— consiguió abrirse camino en EEUU, donde no les importaba pagar más por un
aceite de calidad.
<< La gente te da palmadas cuando
el viento te va a favor, pero si se tuercen las cosas, eso ya es otra cuestión.
Gracias a Dios, nunca me faltó valor para hacer las cosas. De no haber sido así
ni mi hijo y, mucho menos mi nieto,
tendrían nada de esto>>, dijo con la mirada puesta en el infinito de
verde y azul formado por los olivos y el cielo a través del gran ventanal del
museo.
Durante aquellos paseos con el abuelo
notaba las miradas del personal que trabajaba en sus instalaciones. Era la
periodista que venía de un periódico para hablar de la
finca Matabenires y su aceite. Lo que no sabían es que el reportaje,
por lo que yo tenía entendido, estaba pagado, al menos en parte, por el propio
Carvajal. En realidad, se trataba más bien de un publirreportaje algo
camuflado, pero eso era un secreto entre el dueño de la finca y los
dueños del periódico que solo pisaban la redacción de higos a brevas
cuando decidían enseñársela a los nuevos accionistas más románticos
cuando por turbulencias financieras en bolsa las acciones de la compañía a
la que pertenecía el periódico habían experimentado —por decirlo así— un trasiego de
manos.
En cualquier caso, mi cometido como
buena profesional era hacer un reportaje elegante que supiera captar con
el texto, las entrevistas y las imágenes aquel mundo rural de olivos de
belleza dura; campañas de recolección, frío, lluvia y barro; la extracción del
aceite y su técnica; los entresijos de la complicada comercialización y,
sobre todo, sus ansias poderosas y renovadas por dejar atrás el ambiente
casposo de imágenes en blanco y negro y textura a derrota de décadas anteriores
para convertirse en una actividad agrícola pujante con futuro y presencia
nacional e internacional. Como ejemplo de todo esto, aquel octogenario de
manos huesudas y pocas palabras que había levantado un emporio a
partir de unas hectáreas de pedregal y secano con el esfuerzo de toda
una vida, que pese a todas las dificultades, siempre sigue —como le gustaba
repetir a él a la menor oportunidad—, adquiriendo hectáreas colindantes; llevando el riego hasta el último
plantón y levantado una gran almazara sobre el antiguo molino
del cauce seco que atravesaba como una cicatriz antigua el corazón de su finca.
Su hijo, un hombre apuesto de ojos
azules como los del padre, de ademanes educados que había estudiado
Económicas, me recogió al día siguiente, a las ocho de la mañana
con su Toyota y me presentó a Ibra. Aquel joven de piel de
ébano que recogió mi equipaje. Ibra era senegalés, todo fibra y músculo y
unos ojos de mirada penetrante con la viveza que azuza la necesidad como
el aire al fuego.
—Señor Carvayal ser muy bueno —dijo Ibra sonriendo y
mirándole.
Estuvimos toda la mañana subiendo y
bajando por vaguadas, cañadas, laderas escarpadas y grandes llanuras de
olivos con algún penacho residual de vegetación autóctona de pinares
y encinas en las partes más escarpadas de algún cerro que otro diseminado por
la finca. Aún era otoño, pero el aire era muy frío. Durante el recorrido
observé a varias cuadrillas de aceituneros y me llamó la atención que
la mayoría eran gente de color. Después de visitar los olivares de la
finca me esperaba para comer el abuelo, don Santiago Carvajal. Vestía
unos chinos beige, camisa blanca de lino y un sombrero oscuro a juego con su
bastón. Solo pidió ensalada y yogurt, pero comía tan pausado que, entre
bocado y bocado, podía decir muchas frases. Me contaba muy detalladamente cómo
se originó todo aquello. Sus padres, durante la Guerra Civil, fueron apresados
y fusilados por milicias descontroladas del bando republicano y sus tierras
confiscadas. En el pelotón de fusilamiento los jóvenes que le apuntaban, muchos
de los cuales habían trabajado para el matrimonio en sus fincas, decían para
justificarse que lo hacían, aunque no tuvieran nada contra ellos, porque a los
suyos —a los rojos— los fusilaban
también. Santiago Carvajal quedó huérfano y después de la Guerra Civil tuvo que
lidiar también con el régimen de Franco para recuperar sus tierras. No se las
devolvieron todas, porque una parte ya se la habían apropiado los nuevos
salvapatrias de bandera y misa dominical, pero siguió luchando y consiguió
favores del régimen para compensar esas pérdidas de tierras con mano de obra
casi esclava; jornaleros que debían de expiar un pecado original de color
rojo por haberles cogido la contienda en el bando equivocado. Santiago
Carvajal centró su atención, como memoria a sus padres, en la finca.
Su sangre corría a partes iguales entre sus venas y aquellas tierras.
Tomaba notas de cuanto decía e hice
fotografías a la entrada del coqueto restaurante con una mesa y una pareja de
turistas al fondo. Después del almuerzo me acompañaría su nuera y el nieto
a visitar la almazara. Ambos conocían el negocio, pero hablaban sin
la intensidad del abuelo y el hijo. Hablaban de aquello con la
frialdad de quien habla de la pasión que desata una determinada melodía
sin haberla sentido nunca correr por sus venas.
Por la noche decidí dar una vuelta por
el pueblo. Sería bueno acudir a los bares, los auténticos mentideros, y
escuchar por boca de los lugareños la historia de los Santiago Carvajal,
pero desde otras perspectivas y contadas por otras lenguas. No me fue difícil.
Una mujer sola, no diré que atractiva, pero tampoco fea que bebe sola, atrae
las miradas de los hombres. Me fijé en uno con aire aburrido que bebía solo en
una mesa. Tendría unos cincuenta años o más. Le sonreí y me presenté. En
cuanto mencioné el nombre de Santiago Carvajal, me miró de arriba abajo y dijo
entre risas:
—Ah, sí, el durajornales.
—¿Ese es su mote? –pregunté.
—Le llaman así desde
hace mucho tiempo. En los años cincuenta y sesenta su finca no era tan
grande como lo es ahora, pero el durajornales ya
apuntaba maneras.
—¿Qué maneras? —pregunté intrigada.
—No gastaba ni bromas, y de una peseta
hacía dos. En el pueblo nadie quería trabajar para él porque los tenía en el
campo hasta bien anochecido. Mi padre un día lo mandó a la mismísima puta
mierda, usted perdone, cuando llevaba media hora con las luces encendidas del
tractor para que terminasen de varear los olivos de una esquina aislada de
la finca y así no perder tiempo al día siguiente, y resultó que quien no
fue al día siguiente fue mi padre. Despedido. Luego, tiempo después, llegaron
los moros, pero esos no eran de carácter tan dócil y prefirió contratar a
negros. Los negros aguantan lo que les echen. Es una pena. A saber lo que
les pagará.
—En su finca hay un senegalés. Ibra se
llama. Dice que el señor Carvajal es muy bueno.
—Qué va a decir la criatura si no tiene
donde caerse muerto.
Me invitaba a otra cerveza, pero decliné
su ofrecimiento y me marché. Al salir del pueblo con el coche, una pareja de la
Guardia Civil me dio el alto.
—Adónde se dirige, señora.
Estuve a punto de contestarle que a
ningún lugar, pero pensé que no sería buena idea meterme en líos, así que les
dije que estaba alojada en la finca de los Carvajal.
Me dieron las buenas noches, muy
cortésmente, sin poder refrenar sus miradas en mi escote mientras se llevaban
sus manos a las sienes en forma de saludo y les devolví sus amables deseos.
Al día siguiente me llevaron a la planta
embotelladora. Trabajaban diez personas en ese momento y organizaron una
cata de aceite a la que asistió el alcalde del pueblo para deshacerse en
elogios con la familia Carvajal por el empleo y la riqueza que generaban. Tomé
fotografías con aquella gente embotellando un aceite que se vendía en EEUU y
Japón y del alcalde, que exhibía una magnífica sonrisa de cartón piedra como
las que aparecen en las vallas publicitarias a la entrada de las ciudades.
Después de la comida, en el vestíbulo, coincidí con aquel joven senegalés. A
pesar de hacer frío llevaba una camiseta corta que dejaba lucir un bonito
cuerpo de ébano.
—Adónde vas, Ibra —le dije.
Me sonrío, pero
no respondió. Entonces le invité a un gin
tonic y respondió:
—Soy musulmán, no poder tomar alcohol.
—Y no quieres ofender a tu Dios —dije guiñándole el
ojo.
—Es sin hacer nada y… imagina haciendo.
Pensé que en las dependencias del señor
Santiago Carvajal no podría hablar con libertad y le pedí que me acompañara a
dar una vuelta por la finca. Cuando el sol se iba ocultando y el frío
arreciando en las mejillas, me contó de qué manera conoció al patriarca. Fue
hace más de veinte años. Entonces, él tenía quince y no se hablaba tanto de las
pateras. Llegó en una a las costas de Málaga, una tarde de agosto,
muerto de hambre y miedo con la única premisa de correr hacia el interior en
cuanto pisara la playa. Allí estaba el abuelo, Santiago Carvajal, con su
familia en su último día de vacaciones. Ibra, aturdido, en su huida por la
playa, tropezó con él y este lo calmó. Le ofreció agua, comida y se lo llevó a
la finca en su coche junto a su mujer, que ya falleció y su hijo. Lo alojó en
un cuarto medio abandonado en el cortijo y, desde entones, trabajó para la
familia como albañil, como peón de aceituna y de lo que hiciera falta.
Cuando le pregunté por su familia me
dijo que ya no le quedaba nadie. Sus padres murieron y de sus dos hermanos, el
mayor murió ahogado al intentar llegar a España en patera siguiendo su
ejemplo. Al pequeño le mató la guerrilla en su país.
—Me he fijado que la mayoría de los
jornaleros son como tú, de piel oscura, quiero decir.
Ibra hizo una pausa y tragó saliva.
—Por favor, esto no decir. Yo solo me
encargo de hablar. Me entiendo bien con ellos. Aparecer por plaza del
pueblo en época de campaña de recogida. Yo explico lo que hay.
—¿Lo que hay?
—Yo no hablar de pagos, pero decir que
trabajar muchas más horas y por mucho menos dinero, pero, por favor, tú no
decir nada. Si no querer trabajar, patada en el culo y a tu puto país, decir don
Santiago Carvajal a los que protestan.
Aquello me dio que pensar. Si fuera una
periodista de raza, tendría de alguna manera que reflejar esa otra parte oculta
de la historia. Dar voz a esos inmigrantes explotados. Hijos del inframundo. De
regreso al hotel, Ibra rozó sin querer su mano con la mía y sentí un
calambre de excitación. Él debió captar el brillo en mi mirada. Hacía frío y me
abracé a él. Me acompañó hasta el vestíbulo y subí a mi habitación con la llama
del deseo quemándome debajo de la piel. Encendí el portátil con la duda entre
escribir algo de lo que había dicho Ibra o no. Yo, una europea, con trabajo,
con una hipoteca, un coche por terminar de pagar y una vida por delante, no
podía arriesgarme a perder el trabajo por aquellos paisanos de Ibra que, pese a
todo, seguirían acudiendo en patera o como fuera año tras año. Con miedo y con
hambre. Yo no iba a arreglar el mundo y, como bien decía don Santiago
Carvajal, al final, la vida sigue. Lo más cómodo sería que en aquel
reportaje apareciera Ibra y su gente como señal de respeto a una cultura
diferente y de integración. Nada más. Pensaba todo esto cuando llamaron a mi
puerta.
Era Ibra.
Le dejé pasar. Sabía perfectamente qué
significaba su presencia en mi habitación. Extendió su mano y puso en la mía
una preciosa figura tallada por él mismo en madera de olivo.
—Es un baobag. Un árbol de mi tierra —dijo acariciando mis
manos.
No le dije nada. Le abracé y le
besé. Nos acostamos. Tocar su cuerpo fuerte y ágil y oler su piel con la
luz blanquecina de la luna recorriendo la habitación fue algo que jamás
olvidaré. Ibra era un gran amante.
La siguiente noche volvió a tocar a mi
puerta y esa vez me regaló una fabulosa talla de un elefante y a la
siguiente noche la de una tortuga. Eran unas figuras de madera perfectas y él
un amante perfecto.
La última noche, cuando abandonó mi
habitación antes del amanecer, dijo que quizá él tampoco fuese tan buena
persona como creía ser. <<Yo, engañar también a los de mi tierra>>,
dijo con aire pensativo.
***
Un frío domingo de
diciembre apareció en prensa el reportaje y a la tarde recibí una llamada
del hijo de Santiago Carvajal. Me daba las gracias y la enhorabuena por
aquel reportaje en su nombre y en el de su padre. Decía que había sabido captar
a la perfección el amor a una tierra y el olivar.
Semanas después, una tarde de sábado,
llamaron a la puerta. Fede jugaba a la videoconsola, estaría en un punto
culminante de la partida y me dijo que abriera yo.
Me encontré con Ibra.
—Cómo me has encontrado. Debes marcharte
—dije entre asustada y
sorprendida.
—Yo, denunciar señor Carvayal.
Dejado todo y venir a verte.
Desde el fondo del pasillo escuchaba a
Fede preguntando que quién era el que estaba en la puerta.
—Lo siento Ibra, no vivo sola, tienes
que marcharte.
Como aquellas noches de luna blanca
derramada y fuego entre las sábanas me puso entre las manos otra figura tallada
en madera de olivo. Era la imagen de una mujer que juraría podría ser yo.
Con ojos llorosos se dio media vuelta y, alejándose, con su figura
desapareciendo en la oscuridad, quise pensar, para no atormentar mi conciencia,
acordándome de las palabras del abuelo, Santiago Carvajal, que, al final,
la vida sigue.
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