UN RELATO: EL CURA DEL PUEBLO

 

EL CURA DEL PUEBLO

El padre Ferrán de camino  para dar su misa  dirigía  la mirada hacia  el campanario que remataba la  torre de la iglesia. Era una torre  alta y robusta  que se divisaba desde  lejos  y que parecía decir orgullosa miradme como aguanto el paso del tiempo. En realidad, la iglesia era la única construcción del  pueblo que sobrellevaba decorosamente el devenir de los años. A medida que se  marchaban los lugareños se  abandonaban las casas. Nadie quería ir allí a vivir.  Ni siquiera las cigüeñas.  Las últimas que recordaba el Padre Ferrán anidar en la torre de su iglesia fue hace más de un lustro y eso que ya no les molestaba el sonido de las campanas. Antes, en cambio, se tocaban a diario.  Se encargaban de eso  los monaguillos. Unos chiquillos muy repeinados que acudían sin convencimiento y  tristes porque mientras sus amigos jugaban al fútbol en las eras o  iban a cazar ranas ellos eran  obligados a acudir a la  iglesia para que,  en la esperanza de sus madres,  se les pegara algo bueno. Padre Ferrán  les instruía en  la liturgia e incluso cuando les hablaba de los evangelios en la  sacristía también les enseñaba  latín. <<Os vendrá bien para vuestros estudios>>, les decía para animarlos.  

Padre Ferrán era un párroco  estricto, endurecido aún más   por el clima frío del  lugar que se pegaba al cuerpo y al carácter.  A veces,   en mitad de  la homilía se le escapaban latines de cara al altar  hasta que el arqueo de cejas y los ojos abiertos de sus monaguillos le hacía volver a la realidad y al castellano girándose hacia su parroquianos.   Hacía mucho tiempo que no había monaguillos que hicieran tañer las campanas  y  padre Ferrán ya no tenía fuerzas ni lumbares  para hacerlas  repicar, por eso las  misas dejaron de  anunciarse con campanadas salvo cuando se trataba  de algún  funeral, entonces   padre Ferrán  con mucho  esfuerzo las hacía sonar y cada campanada retumbaba con un eco de profundo dolor por las calles del pueblo y los corazones de los  que iban quedando, sabedores de que el cerco se  estrechaba. Por lo demás, sin esas campanadas los días se hacían indistinguibles unos de otros. Hasta a las ondas de radio y  televisión les costaba llegar a aquel lugar. No digamos ya las de  telefonía  y sin señal wifi  la condena del pueblo era definitiva.

La última maestra rural tuvo que irse por orden del ministerio de Educación ( sólo quedaban  tres niños) dijeron que eso no era  asumible y cerraron la escuela.

Peor aún  cuando  cerró el único bar  por defunción de Tomás, su dueño. Un lugar donde  jugar a las cartas o al dominó o a platicar  con un chato de vino en invierno a la lumbre de una  chimenea  que prendía Tomás con   madera de encina y que era una delicia. Pero Tomás murió (antes lo hizo su mujer) y a ninguno de sus hijos se le pasó por la cabeza, ni una sola vez, continuar con el negocio.  

Padre Ferrán caminaba despacio. Giró la muñeca para ver las manecillas del reloj. <<Qué mas daría empezar la misa  un poco después>>, se dijo  con la respiración  fatigada. Sus piernas flaqueaban subiendo la cuesta que daba a la plaza y se detuvo a tomar aire  apoyado en la pared de una construcción semiderruida, ocupada ahora por gatos.  Era el antiguo cuartelillo de la guardia civil.

<<Aquí nunca pasa nada dijeron los altos mandos  de la Benemérita en los despachos de la capital para justificarse y no andamos sobrados de efectivos. >>. Cerraron el cuartel y se fueron los  guardias civiles y sus familias.

El padre Ferrán daba  misa a su feligresía escasa, pero fiel. Eran once, como los discípulos de Jesús encargados de predicar su palabra tras su muerte.  Reinició el paso, pero unos metros más adelante un nudo le apretó  la garganta y el pecho.  Se apoyó ahora en la pared del último establecimiento que cerró en el pueblo. La tienda de Paquita. También por defunción y sin relevo.  Ahora, una vez a la semana venía un joven con una furgoneta desde lejos a vender víveres, aunque no era muy fiable y  en invierno si las nevadas eran fuertes fallaba.  

Padre Ferrán  sabía que en su parroquia mas de uno no creía en Dios, ni en nada.  Mucho menos  en la resurrección. Lo sabía de sobra, viendo entre penumbras  en  los bancos de la iglesia  aquellos ojos opacos y cansados de años y escepticismo. Pero era el único lugar y momento donde se hacían compañía. Los doce que quedaban, contándose él. El padre Ferrán  aunque atendía misa en otros lugares  nunca quiso abandonar el pueblo, a pesar de que el arzobispado le ofreció una coqueta vivienda en la capital que  él declinó diciéndole al obispo que  nunca abandonaría a su rebaño de creyentes ya abandonado por el mundo.

En el interior de la iglesia las velas parpadeaban. El pueblo literalmenteocupaba   las dos primeras bancas. Poco les importaba que la misa la diera o no en latín. Aunque es cierto que los años habían ablandado  sus homilías. Ya no se ensañaba con el castigo eterno, el pecado, los fuegos del infierno y los llantos y crujir de dientes. Quizás Padre Ferrán pensara viendo sus caras ajadas por el sol y el trabajo duro en el campo que no era necesario ni justo hablarles de más tormentos.  Que con el de la edad, la soledad y el abandono ya tenían  suficiente.

Se miraban  extrañados entre sí los once  aguardando la llegada siempre puntual del padre Ferrán  cuando las campanas de la iglesia empezaron a tocar a misa de difunto.  No sabían   quien las hacía sonar   ni tampoco por quien.  Mientras sucedía todo eso padre Ferrán caía al suelo de bruces abriéndose la frente, pero ya sin dolor y escuchando con cierto agradecimiento  antes de cerrar para siempre los ojos  las campanas de su iglesia que tocaban esta vez por él.

 

FIN




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