RECORRIDO DE VUELO BAJO SOBRE EL HORIZONTE DE INVIERNO. UN CUENTO DE NAVIDAD PARA EL CONCURSO DE ZENDA #cuentosdeNavidad

 

RECORRIDO DE VUELO BAJO SOBRE EL HORIZONTE DE INVIERNO


  Aquello ya le venía grande por mucha ilusión que hubiera en preparar una cena de Nochebuena y reunir en  la mesa a toda la familia. Ya tenía listos  los aperitivos y canapés. Como novedad,  jamón  enrollado sobre membrillo  aunque estaba segura que sus nietos no lo mirarían siquiera. También  croquetas de gambas y langostinos, brochetas de pollo y   en el horno estaba terminándose de hacer un pastel de carne  mientras a fuego lento hervía   un  caldo de navidad que desprendía un olor riquísimo. Cuando  el sol    completaba su recorrido de vuelo bajo sobre el horizonte de invierno    se dejó caer  en su viejo sillón. Apretó la barbilla contra el pecho y cerró los ojos haciendo  recuento  de los comensales que acudirían a la cena de Nochebuena. Unas lágrimas comenzaron a recorrer  un camino trillado de pena y vacío por sus mejillas. Deberían ser quince, pero no. Faltaba uno. El maldito Covid se llevó por delante a su marido.  Cincuenta años celebrando la Navidad juntos   y a partir de ahora debería dibujar la ilusión sobre el lienzo en blanco y roto de  su ánimo en cada Navidad. 

Al menos aquella noche estaría   la familia. Sus hijos,  nueras, yernos y  adorados  nietos. Frunció la frente intentando recordar el nombre de la  novia y de la hija de esta que su hijo pequeño  dijo  traería a casa.  Desde que éste se divorció todas las Navidades le presentaba  un último y definitivo nuevo amor, pero solo consiguió recordar que  novia e hija llevaban  el mismo nombre aunque no sabía cuál.

A las ocho de la noche deberían  aparecer. Para una fecha tan señalada —pensaba— qué menos que llegar con tiempo para abrazarse, charlar  y estirar todo lo posible una noche tan maravillosa. La realidad fue que  cuando el reloj del salón marcaba la hora convenida  el mismo silencio pesado y oscuro de siempre  seguía inundando  la casa. Vestida, peinada y maquillada  se sentó en el sillón a esperar y un  cansancio de siglos entretejido de tristeza se apoderó de ella. No podía permitir que la negrura de sus esperanzas la hundieran como la gravedad hundiría al fondo a  una piedra que se arroja en mitad del mar y empezó a cantar villancicos mientras vestía la mesa con su mejor mantelería. El reloj aún cantó tres cuartos más de hora sin que apareciera nadie. Esa era la ilusión que tenían sus hijos en una noche tan especial. La primera Nochebuena sin su padre -se lamentaba- cuando el timbre sonó rompiendo las telarañas del  desánimo. Reconoció las voces de  Ángela y Luisa, sus dos nietas más pequeñas  que subían  las escaleras riendo. La abuela las recibió con sus brazos menudos y abiertos y las dos  se abalanzaron sobre ella. Hubiera deseado un abrazo más largo, pero las nietas no tardaron en zafarse escurriéndose como serpientes de agua. En muy breve espacio de tiempo llegaron a casa  los demás y el tic tac negro del reloj  desapareció engullido por la algarabía  de la  gente que iba  de un lado a otro de la casa. La abuela intentaba besuquear al nieto  que se le cruzaba por su camino; a  preguntarle al otro cómo le iba en el instituto; si tenía novia,  novio, pero aquellos besos, abrazos y conversaciones no prosperaban. Los continuos pitidos de los teléfonos móviles  capturaban de inmediato  su atención dejando a la abuela con la palabra o el beso colgado en sus labios.  Una notificación de facebook, whasap o twitter era algo casi sagrado que irremediablemente postergaba la cháchara con la abuela. Más de una vez estuvo a punto de tropezar por el pasillo cargada de platos cuando alguno de sus nietos alargando el cuello como una jirafa se inclinaba hacia atrás para hacerse  un selfie con la única atención puesta en la pantalla. Los mayores  hablaban  animosamente. Sus mandíbulas no dejaban  de batir  entre bocado y bocado y palabra y palabra y  siempre, de reojo,  alertas a la más mínima vibración o parpadeo de sus teléfonos móviles. Multitud de conversaciones cruzadas  se interrumpían unas con otras y     a todas ellas   quería prestarles atención sin llegar hasta el final de ninguna.   A medida que la noche avanzaba  una extraña sensación la zarandeaba como si estuviera cenando con  recuerdos de lo que una vez fueron unos hijos. 

Los nietos más mayores hablaban entre ellos con voz queda y miradas místicas sentados como indios sobre el suelo pasándose sus móviles como si fueran las pipas de la paz  mientras los más pequeños se contoneaban como hipnotizados en unos bailes repetitivos que subían al TikTok entre quejas cuando la abuela les interrumpía apareciendo en mitad de sus grabaciones  y así transcurrió la cena hasta que poco antes de la medianoche los nietos anunciaron que tenían que irse por que habían  quedado con amigos, probablemente aquellos mismos amigos con lo que no habían dejado de tener contacto virtual durante la cena.  Acto seguido, como sombras, los padres les siguieron y de nuevo el pesado silencio de la casa cayó a plomo. La abuela extenuada  se dejó caer  en el sillón y cogió su teléfono móvil. Entró en   su cuenta de Facebook. Repasó las fotos que habían subido sus nietos durante la cena.    Aparecían  sacando la lengua entre sonrisas y gestos  caricaturescos. Sólo en una de las  imágenes creyó reconocerse como una sombra al fondo del salón. A la mañana siguiente  el timbre sonó. Cortó de manera inesperada  el incansable y oscuro silencio de la casa. Mónica, la joven hija de la última nueva novia de su hijo,  se había dejado olvidada una prenda de abrigo.

—Es usted una abuela maravillosa. Me hubiera encantado  tener una  como usted—, dijo al aparecer por la puerta.

 Y aquellas palabras resonaron  en su cabeza una y otra vez durante todo el día. Le  hacían brotar desde el fondo de su ánimo una ilusión renovada de Navidad   bajo aquel sol pálido que  completaba  su recorrido de vuelo bajo sobre el horizonte de invierno.

FIN





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