Todo lo que era sólido


Reseña bibliográfica: Todo lo que era sólido

 

El libro del que hoy les hablo es un ensayo de Antonio Muñoz Molina. El título “Todo lo que era sólido” hace referencia a unos derechos que creíamos consolidados  y a salvo de cualquier peligro como Sanidad, Educación y atención a las personas mayores, y que ahora, de la noche a la mañana están muy en el aire  con la cuestión de la crisis económica  y lo que  no es crisis sino mera especulación encubierta para desmantelar  el Estado de Bienestar y ofrecer nuevos nichos de fantásticos negocios para la empresa privada.    Para evitar perder todo lo que hemos conseguido (   cosas que para  los que nacimos del 70 en adelante siempre creímos que estaban ahí y que para los que nacidos antes nunca pensaron que pudieran consolidarse)  hace falta una conciencia social que reclame sus derechos y para ello, cada uno desde su ámbito debe cumplir sus deberes al máximo y lo mejor posible. Desde el primero hasta el último: compromiso social y ético.  Muñoz Molina recoge en 104 capítulos breves, auténticos destilados de pensamiento lúcido de lo que, para él, ha llevado a la situación  económica y social actual de España  y de cómo ningún derecho ni avance social está ni asegurado permanentemente ni condenado a desaparecer como  dice el verso de Antonio Machado “Ni el ayer ni el mañana están escritos”.   De manera  muy certera, profunda, aguda y muy bien escrita , dice lo que los ciudadanos, de a pie, más o menos todo sabíamos  y pensábamos. Nada nuevo bajo el sol: una clase política hipertrofiada, con poco control sobre sus actuaciones,  muchas de ellas al límite de la legalidad cuando no fuera de ella. Coqueteando siempre, en el mejor de los casos, con la corrupción, el blanqueo y el cohecho.  Habla del boom de la construcción, de la época del “pelotazo”, de cómo se amasaron grandes fortunas construyendo castillos en el aire (dedicando un párrafo con un ejemplo  de su Úbeda natal) sobornado a las autoridades políticas para recalificar terrenos y construir donde fuera necesario. Una burbuja que hizo que España tuviera unos índices de crecimiento espectaculares, pero basada en una mentira, en la nada, como luego la siempre tozuda realidad se encargaría de poner de manifiesto como blanco sobre negro.

Hace una comparación muy certera entre la sociedad americana y la europea en general. Allí la Sanidad y la Educación se la paga cada uno de su bolsillo, allí está vigente la pena de muerte. En cambio aquí, hay derechos que están garantizados para todos y son universales. No hay pena de muerte tampoco.  Pero todos estos logros, exigen un esfuerzo constante de todos nosotros. No han estado hay desde siempre y corren serio peligro de desaparecer. Tenemos que plantearnos que es imprescindible y que es superfluo. Y que estamos dispuestos a renunciar de lo primero para lo segundo. Para ello, copiando a los movimientos civiles de la sociedad americana debamos hacer escuchar nuestra voz.

Describe la actuación política que controla todo y con ello a buena parte de la sociedad que bajo el paradigma de “estás conmigo o contra mí “ polariza toda la sociedad impidiendo el análisis y la reflexión.  Y los medios de comunicación tampoco escapan a esto, rehenes muchas veces de estos políticos para su supervivencia en forma de subvención directa o indirecta.
Portada del libro
 

Los capítulos 6 y 7 no tienen desperdicio. Son dos pequeños relatos maravillosos. En el 6 habla de un constructor valenciano que preparó una gigantesca paella en Nueva York haciéndose traer todos los ingredientes desde Valencia, salvo el pollo que no lo permitieron las autoridades americanas, y hasta el propio cocinero. Después del boom su empresa quebró y el empresario se marchó (escondió) en Brasil. En el capítulo 7 habla de su experiencia, cuando siendo director del instituto Cervantes en Nueva York tenía que intentar recaudar algunos fondos de entidades privadas. Se reunió con un representante de la Banca Merril Lynch y cómo éste le hablaba de grandes proyectos e inversiones económicas millonarias pero era muy vago al comprometerse para una pequeña ayuda de apenas miles de euros para su Instituto Cervantes del que fue director del 2004 al 2006. Poco tiempo después el emporio financiero  simbolizado en una torre en el centro de Nueva York cayó por la crisis.

Precisamente de su etapa como director del Instituto Cervantes en Nueva York cuenta como tuvo que atender y recibir a numerosas comitivas de políticos de distintas regiones de España que acudían allí para promocionar su “Tierra”. Dice que los séquitos de estos políticos eran espectaculares (por el número y por el servilismo hacia su líder, que parecían más bien una secta, de exquisitos gustos costeados eso sí, con tarjetas VISA a cuenta de los sufridos ciudadanos  y que en algunos casos el aforo donde se promocionaba su “Comunidad” estaba únicamente ocupado por ese séquito acompañante y cómo gastaban muchos dineros para promocionarse  en Nueva York y que asistieran personalidades influyentes de ese País. Al final de esta entrada les transcribo los capítulos 6 y 7 que son una auténtica delicia, sobre todo el 7. Ahora le transcribiré los párrafos en los que menciona a su Úbeda natal por ser la ciudad donde desde hace más de una década vivo yo.

Página 163

“En septiembre de 2007 viajé unos días con mi mujer a mi ciudad natal. Llevaba unos años sin ir a ella, o sin pasar en ella el tiempo suficiente para fijarme en los cambios. Entrando desde Madrid, la fealdad suburbial era todavía más pavorosa de lo que recordaba: las hectáreas de adosados en medio del secano, los centros comerciales gigantes. Pero al costear la ciudad el oeste al sur descubrí que había desaparecido casi por completo la perspectiva que solía recibir el viajero desde la distancia: la ladera de huertas, y sobre ella el cinturón de piedra arenosa de la muralla, a su vez coronado por las casas blancas encaladas y las torres de las iglesias. Ahora todo lo que había era una guirnalda atroz de chalets en serie y bloques de pisos, que destruían de golpe una secuencia visual que era única y había durado siglos, y que integraba, con la sabiduría espontánea de lo que  se ha ido construyendo  a lo largo de mucho tiempo, la belleza del cielo y la evidencia del trabajo humano, el verdor de las huertas, la memoria de la muralla musulmana y de la ciudad cristiana medieval y renacentista.

Casi todo arrasado. Y la destrucción se repetía idéntica cuando uno se paseaba por el interior de la ciudad. Todo convertido en una variante de una barriada nueva de Getafe o de Villaverde Alto, o de Cuenca, o de Alhaurín el Grande, de cualquiera de esas ciudades y esos pueblos españoles en los que se construían millares de viviendas, polígonos industriales, campos de golf, aparcamientos, en los que los concejales y los alcaldes abrían cuentas en Andorra y conducían coches de lujo  pagados por constructores que era parientes o amigos suyos.

Un rasgo distintivo de las nuevas arquitecturas que habían proliferado en Úbeda durante mi ausencia, repetido lo mismo en bloques macizos de pisos y en chalets con césped y piscina separados del secano por una valla de alambre, eran los balcones y balconcillos de escayola blanca torneada. Alguien  me contó que eran una muestra del gusto estético de un antiguo asentador de fruta que se había hecho multimillonario con la construcción y al que llamaban Cipri. (Una idea de la catadura del nuevo empresariado español que se hizo rico sin crear ninguna riqueza la dan los motes de algunos de sus miembros más distinguidos: el Cipri, el Pocero, el Palomo, el Luigi, Sandokán).

En la plaza modesta que hay en el centro de la ciudad, con su torre almohade y sus soportales del siglo XIX, habían abierto la entrada brutal de un aparcamiento. Un aparcamiento para atraer el tráfico hacia el centro de la ciudad que se atraviesa entera a pie en quince minutos; un aparcamiento que nadie se había molestado en disimular en la medida de lo posible: allí estaba, y allí está, con su rampa de acceso y el bloque aparatoso con la maquinaria de un ascensor, un aparcamiento para atraer coches hacia esa zona congestionada del centro y para que la gente pueda disfrutar de atascos de tráfico queriendo llegar a él.

Hablamos con una concejal de Cultura, una persona bien intencionada que regentaba una tienda de cerámica. Le sorprendió mucho nuestra desolación, nuestra queja. La ciudad tenía que modernizarse, no podíamos quedarnos en el pasado. Nosotros, viniendo de Madrid, ¿qué sabíamos? ¿No dábamos muestra de la conocida arrogancia de los que viven en la capital? En el momento en que nos hubiéramos atrevido a manifestar en público nuestro desacuerdo, el reflejo de defensa airada de lo propio habría convertido la crítica en agravio, con la celeridad de un automatismo físico que excluye la reflexión. No había espacio para argumentar que otra forma de progreso habría sido posible, y que, para lograrlo, el respeto hacia el patrimonio urbano y natural no sólo no es un obstáculo, sino un aliciente. Una ciudad que no se parece a ninguna otra sigue atrayendo visitantes durante generaciones, y con ellos un flujo de prosperidad que no se agota y que es sostenible: la riqueza que se logró destruyendo para construir ya se ha terminado y los daños son irreparables”.

Vemos como Muñoz Molina describe lo que ve sin pelos en la lengua. Y que no se anda con chiquitas al hablar de “Constructores” que se han hecho multimillonarios medrando, sobornado y corrompiendo. Aunque no nos engañemos estos sólo eran una parte del tinglado montado. Yo, al Cipri (señor que no tengo el gusto de conocer) al ver las balconadas de sus edificios tan características en Úbeda y hasta en Villacarrillo me decía a mí mismo que cada época tiene sus artistas  y que si en el Renacimiento se disfrutó en estas tierras del genial Andrés de Vandelvira nosotros, ahora, podríamos hacer otro tanto con  las construcciones de el Cipri.

Del capítulo 6, dedicado a un constructor valenciano extraigo el siguiente párrafo

 página 20

“La palabra emblemático era una de sus preferidas. La exhibía igual que el número de sus chalets recién construidos o que su reloj, o su pulsera, o el traje a medida que empaquetaba su pequeña figura como un objeto de lujo, la chaqueta tensándose en el pecho y en los hombros cuando tomaba aire y se erguía para ser más alto. Miraba con ojeadas cortas, con la mezcla de astucia, distracción y tedio que he advertido casi siempre que he estado cerca de alguien con mucho poder o con muchísimo dinero. Están y no están. Estrechan la mano y apartan rápido la mirada por temor a perderse  a alguien más importante. Parece que tienen una idea mucho más aguda y certera de la realidad que nosotros y a la vez que están completamente fuera de ella, enajenados en la niebla de su propio éxito y de su egolatría.”


 

Ficha técnica

Título: Todo lo que era sólido.

Autor: Antonio Muñoz Molina

Editorial: Seix Barral

Primera edición: febrero de 2013

Páginas: 253

ISBN: 978-84-322-1544-5

Sobre el autor: Antonio Muñoz Molina

Nació en Úbeda (Jaén) en 1956. Actualmente reside por temporadas entre Madrid y Nueva York. Casado, en segundas nupcias,  con la escritora y articulista Elvira Lindo.

Ha recibido numerosos premios: El Premio Nacional de Literatura en dos ocasiones, el Premio Planeta, el Premio Jerusalén.  El más reciente el premio Príncipe de Asturias 2013 de las letras. Miembro desde 1995 de la Real Academia Española. Su obra narrativa es extensa y reconozco que sólo he leído de él, aparte de este libro “ El Invierno en Lisboa”  una novela de género negro. La leí hace 23 años y sólo recuerdo que tuvo que estar muy bien escrita por que yo, que soy abstemio y no fumador furibundo, cuando leí esa novela,  se describía en ella  tan bien los ambientes sórdidos y nocturnos de la vida crápula que sentí muchísimo deseos de dedicar las noches a beber wisqui con hielo y fumar dando largas caladas. Afortunadamente, la vida imaginaria y la real no suelen confluir más que en el papel de los libros lo cual es una buena cosa porque así puedes seguir tu vida real y al tocar los libros, acariciar  la otra irreal.

Alguna de sus obras (todas en Seix Barral) son: Beatus Ille (1986) , Beltenebros (1989), El jinete polaco (1991), Los misterios de Madrid (1992), Plenilunio (1997) , En ausencia de Blanca (2001), Sefarad (2001) y el volumen de relatos “Nada del otro mundo” (2011)

Más información en:


 

Comentarios

  1. Efectivamente, el escritor no denuncia nada nuevo pero no por ello debe dejar de hacerlo, ni ninguno de nosotros. Nuestras voces no pueden acallarse. Eso es la democracia, el poder de todos, la mejor forma de gobierno conocida y que ha costado años de largo esfuerzo conseguir. Tenemos los productos, ahora hay que centrarse en los procesos, es evidente que muchos de ellos deben cambiarse o suprimirse pero merece la pena el esfuerzo y ese esfuerzo ha de ser conjunto, no lo olvidemos sin pizca de tolerancia ni compasion con los que han sido complices de esta gran ruina.

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  2. Amigo de fatigas, Juanma. El libro debería estar en la mesita de noche de todos los hogares españoles, para recordarnos de donde venimos y hacia donde vamos, siempre y cuando no nos esforcemos en dotar de acción a las palabras. El otro día se lo recomendé (ignorando si ya había realizado la lectura), vía twitter, al alcalde de Jun, aprovechando que solicitaba títulos para leer en un ocioso fin de semana.

    Este tipo de acción es la que se demanda de "nuestros" intelectuales, tal y como lo hicieron aquellos de otras épocas.

    Tengo el libro en la despensa, señalado por todas partes, a la espera de un poco de tiempo para transcribir estos subrayados y pasarlos a mi blog. Cuando haga esto, lo guardaré con la esperanza de que mi hijo, cuando lo lea, si así lo hiciese, aprenda de estos tiempos, ojalá, con una sonrisa en el rostro.

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  3. Hola, Antonio. Buena recomendación le diste al utópico alcalde. Mira que pretender ser candidato en unas primarias sin contar con el beneplácito de los mandamases del partido. Creo que nuestros hijos lo que tienen que aprender (entre otras cosas) es a aprovechar los recursos. No malgastar, no dilapidar, apreciar el esfuerzo, darlo todo y ser responsables.
    Un abrazo.

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