El árbol de oro y otros relatos


Reseña bibliográfica: El árbol de oro y otros relatos de Ana María Matute



Del libro que hoy les hablo, les diré que lo compré en la capital del Santo Reino en un tenderete de una muy céntrica plaza coincidiendo con la feria del libro. Recuerdo que aquella tarde llevaba poco dinero encima,  (poco cash que  dirían algunos). Es decir, paseaba como los ricos que no suelen llevar dinero encima para que los que le acompañan (que no son tan ricos) le inviten (a la fuerza) excusándose en que, al llevar traje,  la cartera les afea su figura. La diferencia es que yo paseaba ataviado de bermudas y con cartera que afearía (supongo) mi grácil porte y mientras que a los ricos (o supuestos) les prestan todo el dinero que quieran (fíjense sino en los bancos) a los pobres no, con el añadido de que a los pobres nuestra conciencia nos atormenta si no pagamos y a los ricos (algunos) no les atormenta tanto esto. 

Después de repasar los puestos  con deleite   por la cantidad de títulos sugerentes y con   desazón por la imposibilidad de leerlos todos por falta de tiempo, aun incluso en el caso de disponerse de  varias vidas, -como les  iba diciendo- seleccioné dos títulos:  éste del que les hablo  y otro, un recopilatorio de cuentos de Gabriel García Márquez. Solo podía llevarme uno (por la circunstancia monetaria antes señalada) y la elección fue rápida con esa rapidez inherente a la necesidad. Ya sabemos que las dudas, la confusión y el no saber que se quiere son hijas de la opulencia y el aburrimiento. En mi caso, solo disponía de cinco euros , el libro de Ana María Matute valía 3, (su anterior precio eran 695 pesetas) y el de Márquez  6, por lo qué, de manera  automática  elegí el primero y así con las vueltas tomarme  un café para empezar a leerlo (y de paso, aprovechando, la prensa que hubiera en el local también). Una semana después  en Úbeda y  provisto con un monedero no tan paupérrimo compré el libro de García Márquez  que, en cuanto lo lea, lo reseñaré aquí.
Portada del libro
 

Este libro de Ana María Matute es una recopilación  de 14 relatos breves aparecidos en varias de las obras de la autora  y escritos la mayoría entre 1955 y 1967. De estos catorce relatos me  ha impactado “La rama seca”, y “La felicidad”, destaco también por el humor que ha despertado en mí (no por que la autora se lo propusiera) “La nueva vida”. Les transcribiré  el relato “La felicidad” al final de la entrada, tras la ficha técnica del libro y unos apuntes sobre la autora.  En todos los relatos del libro, digo, hay un poso  triste y amargo. Donde la soledad, la incomprensión, la incomunicación, el rechazo, el clasismo y la dureza de corazón de las gentes son temas recurrentes al que muchas veces los protagonistas intentan escapar  con su imaginación recreando un mundo paralelo. De todo esto el relato “La rama seca” es un exponente muy claro.  Muchos de estos protagonistas son niños que, a su manera, intentan explicar el extraño mundo de los adultos. Estos relatos encajan perfectamente en la corriente de la literatura del realismo social de los años cincuenta y sesenta, una época dura en España a la que me parece estamos regresando (unos, a pequeños pasos y otros a pasos agigantados). De este libro decir también que en un anexo final vienen dos cuentos uno de Lauro Olmo y otro de Francisco García Pavón también de la misma época y temática que los de Ana María Matute así  como  también un análisis muy pormenorizado de la época y obra de la autora.

Ficha técnica

Título: El árbol de oro y otros relatos.

Autora: Ana María Matute

Editorial: Bruño. Colección Anaquel

Año de edición: 1991 Cuarta edición.

Prólogo: Julián Moreiro.

Libros en los que aparecen este recopilatorio de relatos:

El arrepentido y otras narraciones, 1967

Algunos muchachos, 1968

Los niños tontos, 1956

Historias de la Artámila, 1961

El tiempo, 1963

ISBN: 84-216-1470-3

Precio: tres euros

 

Sobre la autora: Ana María Matute

Nació en Barcelona en 1926. Dejó sus estudios de Bachillerato por los de música y pintura y estos, a su vez, por la escritura, su gran pasión.  En 1948 es semifinalista  del premio “Nadal” con la novela “Los Abel”. En 1954 recibe el premio Planeta con su obra “Pequeño teatro”. En 1958 con su novela “Los hijos muertos” recibe el premio Nacional de literatura. En 1960 recibe el premio “Nadal” por su novela “Primera memoria”. Miembro de la Real Academia de la Lengua, recibió en el 2010 el premio cervantes.
 

A partir de 1965 recorre diversas universidades en EEUU como profesora invitada. En 1971 publica la novela “La torre vigía” y en 1990 la colección de relatos “La virgen de Antioquía”. Su nombre sonó como candidata al Nobel de literatura  y en el 2010 recibió el premio “Cervantes”
 

Ella dice que escribe a su aire, y rehúye estilos y tendencias. Lo que si recalca es que lo importante de un escritor es que escriba con autenticidad, no con sinceridad. Buena parte de su obra es un relato descarnado de la sociedad atrasada y desmantelada de la España de posguerra y un clamor contra la injusticia, la crueldad y la pobreza de bolsillo y de espíritu.

Uno de sus relatos:

La felicidad

Cuando llegó al pueblo, en el auto de línea, era ya anochecido. El regatón de la cuneta brillaba como espolvoreado de estrellas diminutas. Los árboles, desnudos y negros, crecían hacia un cielo gris azulado, transparente.

El auto de línea paraba justamente frente al cuartel de la Guardia Civil. Las puertas y las ventanas estaban cerradas. Hacía frío. Solamente una bombilla, sobre la inscripción de la puerta, emanaba un leve resplandor. Un grupo de mujeres, el cartero y un guardia esperaban la llegada del correo. Al descender notó crujir la escarcha bajo sus zapatos. El frío mordiente se le pegó a la cara.

Mientras bajaban su maleta de la baca, se le acercó un hombre.

-¿Es usted don Lorenzo, el nuevo médico?

-Le dijo.

Asintió.

-Yo, Atilano Ruigómez, alguacil, para servirle. Le cogió la maleta y echaron a andar hacia las primeras casas de la aldea. EL azul de la noche naciente empapaba las paredes, las piedras, los arracimados tejadillos. Detrás de la aleda se alargaba la llanura, levemente ondulada, con pequeñas luces zigzagueando en la lejanía. A la derecha, la sombra oscura de los pinares. Atilano Ruigómez iba con paso rápido, junto a él.

-He de decirle una cosa, don Lorenzo.

-Usted dirá.

-Ya le hablarían a usted de lo mal que andaba la cuestión del alojamiento. Ya sabe que en este pueblo, por no haber, ni posada hay.

-Pero, a mí me dijeron…

-¿Si, le dirían! Mire usted: nadie quiere alojar a nadie en casa, ni en tratándose del médico. Ya sabe: andan malos tiempos. Dicen todos por ahí que no se pueden comprometer a dar de comer…

Nosotros nos arreglamos con cualquier cosa: un trozo de cecina, unas patatas… Las mujeres van al trabajo, como nosotros. Y en el invierno no faltan malos ratos para ellas. Nunca se están de vacío. Pues eso es: no pueden andarse preparando guisos y comidas para uno que sea de compromiso. Ya  ni cocinar saben… Disculpe usted, don Lorenzo. La vida se ha puesto así.

-Bien, pero en alguna parte he de vivir…

-¡En la calle no se va usted a quedar! Los que se avinieron a tenerle en un principio, se volvieron atrás, a última hora. Pero ya se andará…

Lorenzo se paró consternado. Atilano Ruigómez, el alguacil del Ayuntamiento, se volvió a mirarle. ¡Qué joven le pareció, de pronto, allí, en las primeras piedras de la aldea, con sus propios redondos de gorrión, el pelo rizado y las manos en los bolsillos del gabán raído!

-No se me altere: Usted no se quede en la calle. Pero he de decirle: de momento, sólo una mujer puede alojarle. Y quiero advertirle, Don Lorenzo: es una pobre loca.

-¿Loca?

-Sí, pero inofensiva. No se apure. Lo único que es mejor advertirle, para que no le choquen a usted las cosas que le diga… Por lo demás, es limpia, pacífica, y muy arreglada.

-Pero loca… ¿qué clase de loca?

-Nada de importancia, don Lorenzo. Es que… ¿sabe? Se le ponen <> dentro de la cabeza, y dice despropósitos. Por lo demás, ya le digo: es de buen trato. Y como sólo será por dos o tres días, hasta que se le encuentre mejor acomodo… ¡No se iba usted a quedar en la calle, con una noche así como se prepara!

La casa estaba al final de una callecita empinada. Una casa muy pequeña, con un balconcillo de madera quemada por el sol y la nieve. Abajo estaba la cuadra, vacía. La mujer bajó a abrir la puerta con un candil de  petróleo en la mano. Era menuda, de unos cuarenta y tantos años. Tenía el rostro ancho y apacible, con los cabellos ocultos bajo un pañuelo anudado a la nuca.

-Bienvenido a esta casa-le dijo. Su sonrisa era dulce.

La mujer se llamaba Filomena. Arriba, junto a los leños encendidos, le había preparado la mesa. Todo era pobre, limpio, cuidado. Las paredes de la cocina habían sido cuidadosamente anjalbegadas y las llamas prendían rojos resplandores a los cobres de los pucheros y a los cacharros de loza amarilla.

-Usted dormirá en el cuarto de mi hijo-explicó, con su voz un tanto apagada-. Mi  hijo ahora está en la ciudad. ¡Ya verá como es un cuarto muy bonito!

Él sonrió. Le daba un poco de lástima, una piedad extraña, aquella mujer menuda, de movimientos rápidos, ágiles.

El cuarto era pequeño, con una cama de hierro negra, cubierta con colcha roja, de largos flecos. El suelo, de madera, se notaba fregado y frotado con estropajo. Olía a lejía y a cal. Sobre la cómoda brillaba un espejo, con tres rosas prendidas en un ángulo.

La mujer cruzó las manos sobre el pecho:

-Aquí duerme mi Manolo-dijo-. ¡Ya se puede usted figurar cómo cuido yo este cuarto!

-¿Cuántos años tiene su hijo?-preguntó, por decir algo, mientras se despojaba del abrigo.

-Trece cumplirá para el agosto. ¡Pero es más listo! ¡Y con unos ojos…!

Lorenzo sonrió. La mujer se ruborizó:

-Perdona, ya me figuro: son las tonterías que digo… ¡Es que no tengo más que a mi Manuel en el mundo! Ya ve usted: mi pobre marido se murió cuando el niño tenía dos meses: Desde entonces…

Se encogió dos hombros y suspiró. Sus ojos, de un azul muy pálido, se cubrieron de una tristeza suave, lejana. Luego, se volvió rápidamente hacia el pasillo:

-Perdone, ¿le sirvo ya la cena?

-Sí, en seguida voy.

Cuando entró de nuevo en la cocina la mujer le sirvió un plato de sopa, que tomó con apetito. Estaba buena.

-Tengo vino…-dijo ella, con timidez-.Si usted quiere… Lo guardo, siempre, para cuando viene a verme mi Manuel.

-¿Qué hace su Manuel?-preguntó él.

Empezaba a sentirse lleno de una extraña, allí, en aquella casa. Siempre anduvo de un lado para otro, en pensiones malolientes, en barrios tristes y cerrados por altas paredes grises. Allá afuera, en cambio, estaba la tierra: la tierra hermosa y grande, de la que procedía. Aquella mujer-¿loca?, ¿qué clase de locura sería la suya?-también tenía algo de la tierra, en sus manos anchas y morenas, en sus ojos largos, llenos de paz.

-Está de aprendiz de zapatero, con unos tíos. ¡Y que es más avisado! Verá qué par de zapatos me hizo para Navidad pasada. Ni a estrenarlos me atrevo.

Volvió con el vino y una caja de cartón. Le sirvió el vino despacio, con gesto comedido de mujer que cuida y ahorra las buenas cosas. Luego abrió la caja, que despidió un olor de cuero y almendras amargas.

-Ya ve usted, mi Manolo…

Eran unos zapatos sencillos, nuevos de ante gris.

-Muy bonitos.

-No hay cosa en el mundo como un hijo-dijo Filomena, guardando los zapatos en la caja-.Ya le digo yo: no hay cosa igual.

Fue a servirle la carne y se sentó luego junto al fuego. Cruzó los brazos sobre las rodillas. Sus manos reposaban y Lorenzo pensó que una paz extraña, inaprensible, se desprendía de aquellas palmas endurecidas.

-Ya ve usted-dijo Filomena, mirando hacia la lumbre-. No tendría yo, según todos dicen, motivos para alegrarme mucho. Apenas casada quedé viuda. Mi marido era jornalero, y yo ningún bien tenía. Sólo trabajando, trabajando, saqué adelante la vida. Pues ya ve: sólo porque le tenía a él, a mi hijo, he sido muy feliz. Sí, señor: muy feliz. Verle a él crecer, ver sus primeros pasos, oírle cuando empezaba a hablar… ¿no va a trabajar una mujer, hasta reventar, sólo por eso? Pues, ¿y cuando aprendió las letras, casi de un tirón? ¡Y qué alto, qué espigado me salió! Ya ve usted: por ahí dicen que estoy  loca. Loca porque le he quitado del campo y le he mandado a aprender un oficio. Porque no quiero que sea un hombre quemado por la tierra, como fue su pobre padre. Loca me dicen, sabe usted, porque no me doy reposo, sólo con una idea: mandarle a mi Manuel dinero par4a pagarse la pensión  en casa de los tíos, para comprarse trajes y libros. ¡Es tan aficionado a las letras! ¡Y tan presumido! ¿Sabe usted? Al quincallero le compré dos libros con láminas de colores, para enviárselos. Ya le enseñaré luego… Yo no sé de letras, pero deben ser buenos. ¡A mi Manuel le gustarán! ¡Él sacaba las mejores notas en la escuela! Viene a verme, a veces. Estuvo por Pascua y volverá para la Nochebuena.

Lorenzo escuchaba en silencio, y la miraba. La mujer, junto al fuego, parecía nimbada de una claridad grande. Como el resplandor que emana a veces de la tierra, en la lejanía, junto al horizonte. El gran silencio, el apretado silencio de la tierra, estaba en la voz de la mujer. <>

La mujer se levantó y retiró los platos.

-Ya le conocerá usted, cuando venga para la Navidad.

-Me gustará mucho conocerle-dijo Lorenzo-. De verdad que me gustará.

-Loca, me llaman-dijo la mujer. Y en su sonrisa le pareció que vivía toda la sabiduría de la tierra, también-.Loca, porque ni visto ni calzo, ni un lujo me doy. Pero no saben que es sacrificio. Es egoísmo, sólo egoísmo. Pues, ¿no es para mí todo lo que le dé a él? ¿No es él más que yo misma? ¡No entienden esto por el pueblo! ¡Ay, no entienden esto, ni los hombres ni las mujeres!

-Locos son los otros-dijo Lorenzo, ganado por aquella voz-.Locos los demás.

Se levantó. La mujer se quedó mirando al fuego, como ensoñada.

Cuando se acostó en la cama de Manuel, bajo las sábanas ásperas, como aún no estrenadas, le pareció que la felicidad-ancha, lejana, vaga-,rozaba todos los rincones de aquella casa, impregnándole a él, también, como una música. A la mañana siguiente, a eso de las ocho, Filomena llamó tímidamente a su puerta:

-Don Lorenzo, el alguacil viene a buscarle… Se echó el abrigo por los hombros y abrió la puerta. Atilano estaba allí, con la gorra en la mano:

-Buenos días, don Lorenzo. Ya está arreglado… Juana, la de los Guadarramas, le tendrá a usted. Ya verá como se encuentra a gusto.

Le interrumpió, con sequedad:

-No quiero ir a ningún lado. Estoy bien aquí.

Atilano miró hacia la cocina. Se oían ruidos de cacharros. La mujer le preparaba el desayuno.

-¿Aquí?

Lorenzo sintió una irritación pueril.

-¡Esa mujer no está loca!-dijo-.Es una madre, una buena mujer. No está loca una mujer que vive porque su hijo vive…, sólo porque tiene un hijo, tan llena de felicidad…

Atilano miró al suelo con gran tristeza. Levantó un dedo, sentencioso, y dijo:

-No tiene ningún hijo, don Lorenzo. Se le murió de meningitis, hace lo menos cuatro años.

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Muchas gracias.

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