UN MUNDO APACIBLE (RELATO PUBLICADO EN LA REVISTA VISOR LITERARIA)

 Queridísimos lectores: les presento el relato "Un mundo apacible" una historia que escribí en verano del 2021 y que el consejo editorial de Visor Literaria ha considerado a bien publicar en su número 25, lo cual a mí, como autor, me ha emocionado mucho y me motiva para seguir escribiendo y más aún cuando al ver al resto de autores publicados comprobar que tienen una gran trayectoria reconocida en el mundo literario. Es un relato cuyo título, ya advierto, es tremendamente irónico. Un mundo, sí, pero todo menos apacible, a no ser que asumamos torciendo el significado de los conceptos  que algo que se comporta conforme a lo que es, es algo apacible, es decir, sin sorpresas. 

Espero que les guste. 

Para leer la revista digital completa:




│UN MUNDO APACIBLE│


Una intensa luz cenital blanca inundaba el  quirófano con paredes de azulejos verdes donde las voces de la enfermera  y el cirujano hacían eco. La enfermera miraba con preocupación a Daniel, el cirujano. Le veía demasiado pálido y  dubitativo aunque se tratara de una intervención de urgencia. Le ayudó a  enfundarse los guantes de látex con  premura (ignoraban cuánto tiempo había permanecido la víctima inconsciente con la cabeza abierta) y, después, se echó  a un lado de la mesa de operaciones para dejarle operar. 

Daniel fue el último en incorporarse a la plantilla  médica del hospital y desde la gerencia no hacían más que asignarle   guardias de noche a mansalva. Tres y, a veces, más por semana. No hacía mucho que acababa de completar el MIR y a otros, casi recién llegados como él, no tenían tantas guardias, pero una cosa que  Daniel aprendió desde bien pequeño era a mantener la boca cerrada.  En el colegio y en el instituto  por su carácter apocado, sus gafas de cristales gruesos y  sus calificaciones estratosféricas  se mofaban de él. Especialmente uno.  Hasta la hartura, pero nunca dijo nada.   Ni en el colegio ni en  casa. En el colegio, por miedo a represalias  y en casa porque una vez en que movido  por la desesperación  se decidió a contar algo, su padre    le mandó callar  llamándole  nenaza y maricona. Aquella reacción del padre  selló    su boca y su corazón    y la madre   ya iba bien servida de problemas   con las borracheras  del padre y  la depresión de caballo  que, desde que le abrazara el alma, nunca la soltó.  Los libros se convirtieron en un  refugio y su prodigiosa memoria  en su única   aliada.  Cuando   se cruzaba por la calle con un antiguo compañero del colegio o el instituto  bajaba la cabeza o se entretenía en un escaparate o se cambiaba de acera. Aún muchos años después seguía  avergonzado por el muñeco de trapo en que lo convirtieron. Especialmente aquel hijo de puta que mangoneaba a  los demás.  

 Lo que más le gustaba del  hospital eran las vistas de la ciudad  desde su despacho.  Tras acabar sus turnos de noche disfrutaba viendo   el despertar del sol  atravesando el ventanal con sus rayos tímidos. Le recordaba  a   tiempos de   infancia, cuando en su cuarto, ya despierto,    mucho antes de que tuviera que marcharse para  el  colegio,   aquel mismo sol,   con sus dedos de luz,  acariciaba  la mesa de su  escritorio   mientras él   suplicaba  que  ese día se entretuvieran    con otra cosa que no fuera en machacarlo.   

 Una mañana, a la salida de un turno de guardia especialmente agitado,   decidió   tomarse un doble de café en la misma cafetería del hospital. Las  gafas se le   empañaron con el vapor   del café caliente  cuando una voz aterciopelada  le hizo    limpiar  los gruesos cristales de las gafas apresuradamente   con las solapas de su bata blanca  para observar a la mujer, de una edad parecida a la suya, que  pedía algo al camarero.  Su voz  le cautivó, pero cuando la observó detenidamente una epifanía de carne y hueso,  le hizo revivir una sensación olvidada  del   correr sangre por sus venas. Quedó tan  embobado que la mujer  comprendió  que era el objeto de su atención. Se giró hacia él con  una sonrisa  y  Daniel  bajó la cabeza aparentando una repentina  concentración infinita en la taza de café. Los pocos segundos que la había observado bastaron a  Daniel para saber que vestía  una falda negra que dejaba ver unas piernas bonitas y  un suéter color crema sobre el que descansaba una larga melena rojiza. Daniel  se moría de ganas por acercarse a ella, pero los pies se le atornillaron al suelo  como cuando no podía más y  queriendo ir al despacho del director del colegio  se limitaba a  tragar bocanadas de rabia y pena. 

Volvieron a cruzarse en los pasillos del hospital  días después. En esta ocasión el corazón a Daniel se  aceleró  bombeando sangre y deseo, pero bien sabía, de sobra, que sería incapaz de  hacer otra cosa que no fuera  más que el continuar con su camino  y la mirada al frente  a no ser que sucediera algo extraordinario como un <<Perdone>>  en voz tan alta que fuera imposible ignorarlo seguido de una pregunta. La que fuera. 

Y lo extraordinario sucedió:

−Perdone. ¿Podría  ayudarme?- dijo la mujer a Daniel al llegar a su altura por el pasillo.

Se presentó como Sonia y le dijo que a su madre,  ingresada desde hacía unos días,  se la habían llevado para hacerle unas pruebas, pero que habían transcurrido muchas horas sin que supiera nada de ella. Daniel sonrió y se ofreció a  ayudarla. Desde aquel mismo instante entró en  oficinas de administración y pasó a  las  consultas médicas de otras especialidades más veces que en todo el tiempo anterior que llevaba en aquel hospital.  Sonia  sonreía agradecida a cada trámite, a cada prueba y a cada procedimiento  adelantado y gestionado gracias a la bata blanca de Daniel. Pasaban tiempo charlando  en  la cafetería del hospital mientras su madre se recuperaba del   grave infarto e incluso, Daniel, por su cuenta , le hacía  exploraciones y pruebas neurológicas que, aunque no estaban relacionadas directamente con sus dolencias de corazón, sí que le permitía   armarse de  motivos para pasar más tiempo junto a Sonia. Le gustaba llevarla a su consulta  y allí, entre una mesa llena de papeles, una camilla y un armario con vitrinas repletas  de viales y frascos  explicarle,   como si estuviera dando una conferencia a médicos en prácticas, la evolución clínica de su madre.  Era pensar en Sonia y su cuerpo se convertía en un caldero  en ebullición de emociones y deseos.

Sonia entre sonrisas, unas tímidas, otras  atrevidas  y  encantos de terciopelo, iba desplegando una alfombra roja ante la puerta de un palacio de mármol   prometedor de susurros y secretos  con el  propósito de que su madre estuviera lo mejor atendida posible. Una cierta inflación de interés y necesidad hacia   la bata blanca de Daniel que luego, tal vez,   borraría  el viento, el olvido y la distancia. La piel suave, los pequeños tatuajes, los ojos dulces y  la boca de esperanzas  hilvanaban una atracción cada vez más fuerte de Daniel hacia Sonia  hasta que,  como el río  que tras las lluvias incesantes  no  puede contenerse más,  termina desbordado.  Finalizaba su turno de guardia,  miró el reloj y se quedó pensativo. Hasta para un enamorado desesperado y loco  llamar a las siete de la mañana se le antojaría un absurdo.

Unos dedos gordezuelos engarzados  con anillos dorados en forma de sello  se deslizaban por la pantalla de un móvil que vibraba.

−Joder -gruñó el hombre- te han llamado mientras estabas en la ducha. Un número largo y  han cortado.

−Sería del hospital -respondió Sonia  mientras  se secaba el cabello con una toalla-,  algún papel pendiente de mi madre -precisó.

−Vaya putas horas de llamar  -resopló  encendiéndose un cigarro sobre la cama.

Horas después llamaron de nuevo y Sonia  intuía que sería Daniel. El mismo que llamó antes.




Se citaron en la cafetería cercana a la tienda de ropa donde trabajaba ella y después de esa cita hubo  otras. Esos cafés fuera  del hospital le daban la sensación a Daniel  de estar en mitad de un  rodaje de una película romántica. Sonia, por su parte, tenía sensaciones cruzadas como las corrientes marinas. Le decía  que su madre estaba muchísimo mejor  y que  tenía la ilusión de regalarle, personalmente,   una botella de  vino en cuanto saliera del hospital. Por otro lado, pensaba en su novio lo cual, tampoco  impedía que no pensara en Daniel. Cantos de sirena y un despertar de algo más que un pensamiento sobre  Daniel.

El trasiego de clientela por el  local de tres plantas correspondía al esfuerzo   de la agresiva campaña de rebajas de verano  que había lanzado la marca de ropa donde trabajaba Sonia.  Las dependientas, cuya encargada era Sonia, eran todas  atractivas, delgadas,  vestidas de negro y camiseta blanca que iban de un lado para otro, colocando prendas, doblándolas y sonriendo con la mirada perdida en el vacío.

En ese maremágnum,  al principio, se ahogaba  un murmullo que  fue  in crescendo hasta dar paso a   sonrisas y cuchicheos.  Las dependientas   dieron aviso a la encargada.  Un hombre con gafas,  delgado  y tez pálida,  inmóvil como una estatua, estaba  en mitad de  las líneas de caja, con un enorme ramo de flores, aguardándola.  Sonia se asomó desde la tercera planta y  no podía creer lo que  estaba viendo. Daniel se mantenía impasible  sosteniendo entre las dos manos el ramo  mientras la gente lo miraba sin reparos.  Parecía un Beefeater del que sobresalía  por encima de su cabeza un  ramo de flores enorme  y de colores exóticos.   Sonia se dirigió a Daniel  con una sonrisa y lo condujo, llevándolo suavemente del brazo hasta  un apartado. Le dijo que no tenía por qué haber hecho eso y que era precioso. El ramo más bonito que le habían regalado. Mientras decía esto  no conseguía mantener la misma postura más allá de unos pocos segundos. Cruzaba los brazos por delante, luego por detrás. Se acariciaba las muñecas. Echaba el peso del cuerpo en el pie derecho, luego en el izquierdo. Su sonrisa intermitente mostraba cierta confusión. Daniel apenas parpadeó   y después de escucharla  se esforzó, casi entre disculpas, en hacerle entender que no era necesario que fuesen a cenar. <<Si me lo pides, cenamos>>, dijo Sonia para su sorpresa.

***

Daniel se despertó por los pitidos de su móvil anunciando la entrada de mensajes. Solía poner el móvil en silencio para no perder el frágil  sueño durante las pocas horas en que lograba conciliarlo después de las guardias de noche, pero en aquella ocasión  lo olvidó.

 Iba desplazando los ojos por la pantalla no dando crédito a lo que leía. Todo su cuerpo se activó. Sus músculos parecían resortes dispuestos a hacerle saltar como un muñeco de muelles al abrirse la caja. Sonia le esperaba en un parking de la avenida.

Daniel aparcó con casi quince  minutos de antelación y salió del coche con cierta ansiedad.  El sol en muy   pocos minutos desaparecería del horizonte y  se quedaría pensativo contemplando el ocaso  hasta que una voz masculina a sus espaldas le sobresaltó.  Al girarse no pudo despegar los labios y los pies se le clavaron al suelo. Como cuando en el colegio.

−¿Qué pasa? - dijo el hombre acercando su rostro a muy pocos centímetros del de Daniel-. ¿Esperabas a alguien?- y  lo empujó contra el capó del coche.

−¿Te gusta mi chica?- le gritó.

Daniel apenas podía sostenerle la mirada, el miedo había  congelado  toda su  sangre  y  el  cuerpo se agitaba  sin control como una sábana tendida azotada por el aire. Aquel hombre parecía muy encabritado. Sus aletas nasales se contraían y expandían con  rabia  y empezó a propinarle puñetazos sin descanso. El plan de Daniel sería el habitual.  Dejaría que el mundo siguiera su curso, ajeno a sus golpes,  pero aquel   hombre de músculos forjados en pesas y horas de gimnasio con música a todo volumen  lejos de aplacarse se encendía más. La lluvia de bofetadas y puñetazos  no amainaba.

La primera le derribó las gafas

La segunda, la tercera y la cuarta le hicieron correr hilos de sangre por entre sus dientes.

La quinta le dobló y la sexta le tumbó,  pero eso solo sirvió para que cambiara las bofetadas por patadas  hasta que lo levantó por las solapas para volverlo a derribar con más puñetazos.

Aquel hombre golpeaba muy fuerte, pero lo que más dolía eran sus grandes anillos con forma de sello impactando en el rostro.

−Medicucho de mierda - le insultó en voz baja- Tenías que ser tú. No te bastaba con lo que te dábamos en el colegio, gilipollas.

Daniel se quedó ovillado   en el suelo   escupiendo sangre, dolor y pasado cuando empezó a sonar el teléfono de su agresor. Lo descolgó.  Hablaba nervioso girando sobre sí mismo y mirando si había gente  que pudiera haber sido testigo de la paliza. Daniel se colocó sus gafas sobre su nariz y entonces vio, al lado de la rueda del coche, una piedra. Era grande y de forma picuda.  Se incorporó con dificultad apoyando primero una rodilla y luego la otra. Tosía y escupía con dificultad y  cuando logró, al fin, levantarse ya tenía al agresor frente a él riéndose con la boca desencajada y los ojos encendidos como ascuas.  Daniel hinchó los pulmones,  tensó el brazo como el acero desde detrás de su espalda  y le asestó un  golpe tan fuerte como inesperado en la cabeza que  le hizo caer desplomado.  Ya en el suelo siguió golpeándolo con aquella  piedra unas cuantas veces más hasta que    la cabeza sonaba   a hueco.  Después, se puso en cuclillas para tomarle el pulso mientras un charco creciente de sangre  iba formando un riachuelo rojizo en la tierra que Daniel sorteó para no mancharse mientras  comprobaba que aún seguía con vida. Daniel miró su reloj y pensó en el hospital.



Tenía turno de noche.

−Vienes hecho un Cristo -dijo el médico al que relevaba -, pero me alegra que seas más que puntual.

Daniel sonrió y, mientras se colocaba la bata, preguntó a la enfermera si  había habido algún ingreso. Ella abrió una carpeta  y leyó el parte de entradas; hasta el momento nada relevante. 

−¿Te traigo un bocadillo mientras empieza la función?- preguntó la enfermera. 

Daniel tenía un nudo en el estómago pero movió la cabeza afirmativamente. Mientras, daría una vuelta a  los pacientes ingresados en las  últimas horas para ir ganando tiempo. Cuando la enfermera regresó con  los bocadillos y  las latas de refresco  se sorprendió de que Daniel ya hubiera pasado revista a los pacientes ingresados durante el día.

−¿Ya has dado una ronda?, ni que te fuera a faltar noche-dijo sonriendo.

Daniel miró el reloj. Tamborileaba los dedos sobre el envoltorio de plástico de su bocadillo  cuando por megafonía interna  notificaron  el ingreso de un paciente en estado grave. Se levantó al instante, dejó el bocadillo sobre la mesa y salió a los pasillos.

−Traumatismo craneoencefálico en  región frontoparietal le anunció el médico que trajo al accidentado en la ambulancia.

−Casi desnucado- le apostilló el celador que empujaba la camilla.

Daniel, de un simple vistazo al individuo con el cráneo casi aplastado por un lado,  ordenó que prepararan el quirófano.

 −Ha debido de perder mucha sangre-señaló la enfermera  al notar su piel húmeda y fría.

−Lo encontraron tirado en un descampado. No sabemos el tiempo que ha estado así- le indicaron los de la ambulancia  mientras se encaminaban al quirófano.

Daniel pidió a la enfermera que preparara norepinefrina y plasma sanguíneo para estabilizar al paciente. Sus órdenes retumbaban  por el  quirófano de paredes de azulejos verdes.   Estiraba  el cuello, mientras la enfermera le enfundaba los guantes,  para ver mejor aquel sujeto de porte hercúleo   ocupando toda la mesa de operaciones con la cabeza destrozada.

Aquel nombre, aún inconsciente, inofensivo y casi a punto de morir   con las simples iniciales  de su nombre tatuadas en su piel  había hecho estremecerle. Aquellas  iniciales en letras góticas, de un nombre que él nunca olvidó porque lo tenía grabado a fuego en sus entrañas,  se curvaban como hoces clavándose en el alma.

Una vez más. Desde el colegio.

−Te encuentras bien - preguntó la enfermera a Daniel al verle sudar y palidecer.

  Después de tantos años, el destino de manera caprichosa volvía a enredar sus vidas. No le bastó con humillarle hasta el hartazgo.  Nunca se apiadó de él. Nunca le mostró algo de clemencia y,  ahora, tenía que salvarle de la muerte.

Se le vinieron a la cabeza las veces en la que en los aseos del colegio le bajaban los pantalones y le hacían arrastrarse desnudo por el suelo mientras le daban patadas y le metían cáscaras y envoltorios entre las nalgas y le escupían. O le hacían beber agua del inodoro.  O cuando lo subían a hombros y lo estrellaban contra las paredes ante las risas de todos. Todo orquestado por aquel individuo  a  quién se suponía  debía salvarle la vida. Ese mismo tipo que un poco antes (dos horas y quince minutos, según  el reloj de Daniel) le había propinado una paliza porque era el novio de la chica que él  amaba más que nada en el mundo.

  Salvarle la vida  para que cuando se recuperara  aquel monstruo le volviera a destrozar la suya. Hundiría de nuevo vida como  la mano de un niño aburrido hundiría  un corcho sobre el agua de la piscina. Si  salía del coma -pensaba-  le denunciara   a la policía o lo mataría a puñetazos directamente.  Iría a la cárcel, paradójicamente, por una denuncia de quién más le habría destrozado física y mentalmente;  le contaría  a Sonia lo que aquel medicucho    había  intentado hacer. Perdería cualquier opción de estar con Sonia. Sería permitir que su vida se desintegrara  mientras el mundo  seguiría, apacible, su curso ajeno a su desgracia. 

−Cómo lo ves-preguntó la enfermera a Daniel sacándolo de su ensimismamiento-¿Tiene probabilidades de salvarse?

Daniel torció la boca en un gesto que la enfermera interpretó como señal de dificultad para emitir un juicio sobre las probabilidades de éxito de la operación. Sin saber que  lo que estaba dilucidando en aquel preciso instante  era en sí cerrar un capítulo o dejarlo abierto.

  Daniel  pidió a la enfermera  que le acercara un foco sobre el cráneo del paciente. Le habían golpeado tan fuerte que parecía   de cristal y mientras estudiaba el alcance de las heridas, le dijo que saliese a buscar el parte de ingreso.   Necesitaba conocer qué tipo de medicación le habían administrado durante el transporte. Eso supondría que la enfermera tendría que recorrer todo un pasillo entero, doblar a la derecha y recorrer otro entero. Cinco minutos  ̶ calculó ̶ para estar a solas con aquel individuo. Con su infierno.    Pasado y presente.

 No fue una decisión tomada  en frío porque  los recuerdos y el amor  le incendiaban la sangre; tapó su nariz con una toalla y esperó  hasta que la máquina que  conectaba al paciente con la vida anunciase, al compás de un estertor  y  un pitido,  más final que nunca,  su ajuste de cuentas.

La enfermera cuando regresó se sorprendió, pero las explicaciones  tranquilas y serenas de Daniel la conformaron. Poco antes de que acabara su turno de guardia se presentó la policía. Querían recabar información que les pudiera dar pistas para detener al asesino. Daniel les explicó   la intervención fallida y la naturaleza de las heridas en una breve y protocolaria entrevista tras lo cual se despidieron agradeciendo su tiempo y  Daniel, con paso sereno, se dirigió  a su consulta para desde allí, en pie, como cuando era pequeño,  ver despuntar el amanecer del sol y recibir su caricias a través  del ventanal soñando en descorchar aquella botella de vino pendiente junto a Sonia   mientras el   mundo, apacible, continuaba  su curso.

 


FIN

 

Juan Manuel Chica Cruz (Madrid, 1971) es licenciado en Ciencias Biológicas, docente y actualmente dedicado a la formación del profesorado. Ha recibido varios premios  y menciones en concursos literarios y poéticos.  Algunos de sus relatos, microrrelatos , poemas y ensayos  han sido publicados en revistas literarias y diferentes antologías.  Se pueden leer en: https://cogitoergosum-juanmachica.blogspot.com/


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