UNA MOCHILA EN SANTIAGO. UN RELATO PARA EL CONCURSO DE ZENDA.

 

−UNA MOCHILA EN SANTIAGO−

 

 

No sé quién dijo  eso de  “Cambia de ánimo y no de lugar”, pero fuera quien fuera   tenía mucha razón. Mi vida hacía ya un tiempo que la notaba vacía. Un vacío que  ni los botellines de cerveza ni los chupitos de güisqui   conseguían llenar de ninguna de las maneras. Para colmo de males me había dejado Angelita. Mi última novia que por ser de una naturaleza más  sufrida que las anteriores pudo soportarme algo más de tiempo. Pero todo  tiene un límite y el de Angelita llegó. “Borracho de mierda”, fueron sus últimas palabras o “Mierda de borracho” no recuerdo bien  el orden exacto en que pronunció aquellas tres palabras mientras me señalaba la puerta en sentido metafórico y literal como salida de su casa y de su vida. No tuve que perder mucho tiempo en recoger mis pertenencias en parte, porque tenía pocas y en parte, porque Angelita, previsora y tan hacendosa como siempre,  ya se había encargado de preparar una  mochila con  mis cosas.

Aquella ruptura sentimental me hizo reflexionar. Estaba decidido a provocar un cambio en mi persona y con esa idea  acudí  a diario a la Biblioteca municipal.  Hice acopio de un montón de libros de autoayuda y pasé las siguientes semanas allí;  alejado de las barras de los bares;  enfrascado en la lectura de todos esos prebostes del autocontrol, la autogestión y la sabiduría encaminada a manejar las bridas de tu vida de la mejor manera posible hasta que  tuve una visión reveladora: El camino de Santiago. Reconozco que el caer en esa idea fue al escuchar a unas jóvenes hablar entre ellas  animadamente sobre el camino y pensé que si a la hermosura del paisaje, las iglesias, el recorrido y los pueblos se  le añadía la donosura de peregrinas semejantes aquello de hacer el camino podría ser buena idea.

Así que a  la misma mochila que me preparó Angelita le añadí algunas camisetas y calzoncillos y dediqué los siguientes días en la biblioteca a preparar el camino de Santiago. Un camino también  en el sentido espiritual  del término que haría de mí, a la llegada a Santiago de Compostela, un hombre  renovado y, sobre todo, menos borrachuzo.

Cogí el autobús y me planté en Pamplona. Tendría treinta jornadas de camino por delante para esa catársis  y llegar a Santiago.

La primera jornada transcurrió bien. Cuando digo bien, digo bien a secas. Por supuesto,  solo bebí agua. Pero notaba  mis pies hinchados y cuando pasaba delante de bares sufría más tentaciones que Jesús tras sus cuarenta días en el desierto. Al tercer día llegué a Estella  y las  ampollas eran tan terribles que cada paso  era una penitencia. Para  cuando llegué a Santo Domingo de la Calzada, empezaba a entender la verdadera dimensión de la geografía física de la península y de lo grande que es España tanto en sentido poético como real y en  Burgos, con los pies destrozados,   estaba meditando  seriamente en retirarme. Me ponía de mal humor el encontrar a  peregrinos, todos sonrientes, procedentes  de todos los lugares del mundo con una cara de felicidad que era la que justamente yo andaba buscando y no encontraba. 

Entonces la vi.

Era una peregrina, de eso no había duda. Me fascinó su melena rubia cayéndole por los hombros.  Me sonrió y hablamos un buen rato. Su voz era dulce. Encantadora. Al rato se despidió de mí y cuando quise reaccionar comprobé que se había dejado olvidada en el suelo una mochila, así que, ni corto ni perezoso, me la llevé al hombro y me dispuse a seguir sus pasos con la intención de   devolverle la mochila.

Reanudaba así,  el camino con nuevos bríos en busca, por supuesto, de la tumba de Santiago apóstol y también de aquella hermosa joven que debería de andar muy bien de forma física porque no la divisaba a pesar de que iba todo lo rápido que mis maltrechos pies daban de sí. Su mochila no era voluminosa, pero emitía, y cada vez más,  unos efluvios que tenían la virtud de cerrarte la boca del estómago. En Astorga estuve a punto de claudicar de nuevo. Preguntaba en los albergues y a los peregrinos si habían visto pasar a una joven −daba descripción detallada de cómo era−. Unos me miraban con desdén, otros se encogían de hombros  como si estuviera loco y alguno   me decía que creía que sí que la había visto.

Estuve a punto de dejar la mochila en algún lugar y olvidarme de todo, pero andando tan cerca de la plaza del Obradoiro, ahora, no iba a darme por vencido. Si lo hubiera hecho sería un mierda como dijo Angelita, aunque eso sí, ya no un borracho. Era todo un abstemio con más de treinta días sin probar un solo botellín.

 Al llegar a la majestuosa plaza del Obradoiro bajo un sol radiante y purificador tuve mi gran recompensa.

La vi.  Sonriente como cuando la conocí. Hablaba distendidamente con un grupo de jóvenes. Me acerqué. Noté como arrugaba su nariz. Parecía no reconocerme mientras daba ella un par de pasos atrás. Le dije que nos conocimos  en Burgos, que estuvimos hablando cerca del Arco de Santa María, y entonces, pareció recordar.

 

−Te dejaste olvidada esta mochila le dije ufano descolgándomela del hombro para entregársela.

Ella dio otros  dos pasos atrás.

−Esa mochila no es mía respondió mientras se abrazaba a uno de los jóvenes del grupo.

 

Para intentar salir de aquel ridículo me despedí simulando una gran urgencia para que me sellaran la credencial de peregrino.

Antes de entrar en la catedral  me dio por abrir la mochila de aquel desconocido que había transportado en balde durante varias centenas de kilómetros y durante los pocos segundos que pude aguantar  solo encontré ropa  sucia y maloliente de algún peregrino con diarrea.

Me volví a acordar de mi Angelita.  Al menos,  ya no era un borracho de mierda, o un mierda de borracho.  

Ya, solo era lo segundo.

 


FIN

 

 

 

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