EL SECRETO DE DON LEOPOLDO. UN RELATO PARA EL CONCURSO ZENDA.
EL SECRETO DE DON LEOPOLDO
Mi padre tuvo la gran fortuna de
haber recibido clases del mejor maestro del mundo. De no haber sido por él jamás
podría haber estudiado. Sus tiempos de niño y estudiante fueron tiempos de postguerra; tiempos de gris y ceniza donde las esperanzas solo se
aparecían por los rincones de los sueños. Mi abuelo bien sabía que la enseñanza
era una llave mágica que abría mentes y aquella expresión suya la convirtió después mi padre en mantra que
repetía en casa a cada ocasión en que nos veía holgazanear a mi hermano y a mí delante
de los libros. Para nosotros la educación es algo al alcance de la mano, fácil como un
chascar de dedos; que está simplemente ahí, pero al abuelo (como a otros muchos) le costaba el
poder pagar las cuotas mensuales del colegio. El precio, entonces, por
estudiar hoy podría producir risa, pero
hace setenta años al abuelo le producía dolor de cabeza y un sudor frío que
bañaba la impotencia y frustración de
aquellos recibos mensuales que le
llegaban del único colegio en el que se podía estudiar en muchos kilómetros a la redonda. El pueblo donde se crió mi padre más que dividido en calles se dividía entre señoritos y pobres y el hecho de que los pobres estudiaran en el colegio junto con
los hijos de los señoritos casi se veía con malos ojos, como si se intentara
hacer encajar dos piezas de puzzle que no correspondían. Mi padre nos decía que,
por entonces, cien pesetas no era mucho dinero, pero claro con tantas penurias un
no es mucho ,a veces, significa un
imposible.
A mi abuelo lo dejaron sin
trabajo en la oficina de los almacenes donde trabajaba, cuando el jefe se
enteró de que tuvo devaneos de juventud con lo que él llamaba fuerzas subversivas en
una exposición razonada de motivos que se resumía en expresiones del tipo
<<Rojos de mierda>> y así
las cosas mi pobre abuelo tuvo que buscarse la vida de nuevo para sacar
adelante a su familia en lo que iba saliendo. En un a salto de mata agotador para los huesos, el estómago y sobre
todo el espíritu. Acuciado por las
estrecheces dejó de pagar las mensualidades del colegio. Además, si el hijo mayor
dejaba el colegio bien podría trabajar en algún sitio y sacar así unas pesetas que
vendrían de maravilla para ayudar en casa. Sería algo provisional, por supuesto. Provisional como la vida misma. Era triste, pero las soluciones a
los aprietos de la vida siempre lo son.
El director del colegio, raudo, no tardó a citar en su despacho a mi abuelo. Le dijo con amabilidad de cartón piedra que no
podría mantener durante más tiempo en el colegio a su hijo si no se hacía
frente a las mensualidades y mi abuelo que ya tenía su frente bien aporreada
por la vida musitó alguna disculpa asegurando que pagaría en cuanto pudiera.
Una aseveración que ante la pétrea
mirada del director se diluyó como el azúcar en el café. Mi abuelo agachó la cabeza y salió al pasillo a esperar
a que le trajeran a su hijo para sacarlo del colegio.
Fue su maestro, Don Leopoldo, el
que un día después se presentó en casa diciéndole que
estaba todo arreglado con el director. Ante la mirada perpleja del abuelo, Don
Leopoldo decía, dando palmadas en el hombro a su hijo, que podría seguir yendo a
clase y que ya se pagaría cuando se pudiera.
<<Es un disparate. Es el
mejor alumno que he tenido en toda mi vida>>decía Don Leopoldo a mi abuelo, llevándose el dedo índice a la
sien en una ejemplificación de que en un mundo loco sólo dependía de nosotros
el que hubiera humanidad.
El abuelo, según contó mi padre,
nunca pagó, pero él no por eso dejó de ir al
colegio y el director nunca le dijo nada. Después mi padre cuando acabó el colegio se
marchó a la capital a estudiar bachiller
gracias a que se alojaba en casa de una tía lejana y de allí pasó a la Universidad para con el tiempo convertirse en el gran médico
que fue.
Tiempo después, cuando los recuerdos pesan más
que lo nuevo por venir, mi padre quiso visitar a Don Leopoldo. Le costó trabajo
dar con él después de tanto sin aparecer
por el pueblo donde se crió. En realidad, ya no quedaba nadie de la familia allí puesto que o bien se fueron
marchando al otro mundo o se iban yendo o
a otros lugares. Mi padre quería expresarle
toda la gratitud a quién fue el mejor maestro que tuvo jamás en su vida.
Llegó a
tiempo para ver a su viejo maestro casi desahuciado
de este mundo, postrado e inmóvil en su cama, pero aún así, Don Leopoldo lo reconoció nada
más mi padre entró a a su habitación. Don
Leopoldo lo saludó con una débil voz y unos ojos moribundos y apagados que se abrieron y se encendieron para atrapar su silueta. Aquella
repentina lucidez sorprendió a su esposa
tanto como a mi padre el que le reconociera. Después de un buen rato con el corazón sobrecogido en momentos vividos y pena mi padre se despidió. La esposa de Don Leopoldo lo acompañó hasta la puerta y cuando se aseguró de que su marido ya no podría oírles le dijo a mi padre que él debería de ser
aquel alumno tan brillante, del que tan orgulloso estuvo su marido. Tan orgulloso-le confesó- que
había sido él quien había pagado en secreto las mensualidades del colegio
para que él pudiera seguir estudiando.
Maravilloso y casi basado en hechos reales.
ResponderEliminarMuchas gracias. Es cierto, basado en hechos muy reales.
EliminarQue bonito JuanMa y que importante es para la sociedad tener buenos docentes.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Dioni, por tu generoso comentario. Tienes toda la razón en lo que dices y añadiría que todos, si nos lo proponemos, podemos llegar a ser mejores en todo aquello que desempeñamos.
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