PAQUITO EL CHOCOLATERO. UN RELATO PARA EL CONCURSO ZENDA #ELVERANODEMIVIDA

 

PAQUITO EL COCHOLATERO

Viendo  a mi joven sobrino con los  preparativos para su anhelado viaje de verano con los amigotes  no puedo evitar que  el  recuerdo de mi mejor verano me bailoteé  en la cabeza al compás de la nostalgia oprimiéndome el pecho.  Irán a macro festivales de música por la costa e interior me dice y le pregunto por  la gracia en esos secarrales  pasando calor en infinitas horas de pie, ante escenarios gigantescos que derrochan luces y decibelios como modernos lugares de culto y remojándose (con suerte) en ridículas piscinas infestadas de gente, agitando los brazos, provistos de mascarillas  más generosas en tela que la de sus bañadores y bikinis. Mi sobrino ante estas consideraciones deja de prestarme atención y continua con su tarea de meter todo lo que tiene encima de la cama en la mochila. Por la manera en  que me ha mirado no sé si me considera un vejestorio con  ribetes aún de juventud  o, directamente, un viejo prematuro.

¿Has echado condones? digo para aflojar la tensión.

 Tío, por favor dice  con algo de sonrojo mientras   dilucida muy concentradoque camisetas echará a la mochila y cuáles dejará.

 Lo que tienes que echarte es una guitarra. Eso es fundamental.

Sí, sí, eso está muy bien, pero resulta que yo no sé tocar.

Entonces aprovecho para contarle  aquel  verano, tan insuperable como lejano,  que ni aún viviendo cien vidas más podría igualar.

>>Mira sobrino. Eso mismo que tú me acabas de decir fue lo que yo dije hace cuarenta años o así. Un amigo formaba parte de una orquesta y se iban de bolos en un verano de muy principios de los ochenta, aún no había sido el mundial del naranjito le precisé. Me ofreció irme con ellos. El guitarrista de la orquesta se había caído de la partida y literalmente también rompiéndose una pierna. No  lo pensé y cuando  llevábamos unos cien kilómetros en una furgoneta Wolkswagen atestada de cachivaches como amplificadores, cables, instrumentos, maletas y músicos me dio el primer ataque de miedo escénico. <<Yo no sé tocar muy bien la guitarra>>, confesé. Mi amigo era el baterista me lanzó una mirada matadora cuyo matiz capté  y guardé silencio. Los que iban  atrás, el bajista y el de los teclados,  no parecieron inquietarse y el jefe de la banda y su novia que iban tan ricamente  en la cabina   no me escucharon. <<No os preocupéis dijo mi amigo entre actuación y actuación -le  enseñaré. Además, ya toca algo>>, cosa, por otra parte, que era rotundamente falsa.

Las clases de refuerzo de guitarra fueron cortas y escasas.  Una gira por los  pueblos de interior para amenizar  verbenas en  fiestas patronales apenas concede un respiro, sobre todo cuando parábamos una única noche en un lugar y al día siguiente debíamos marchar para tocar en otro. Montar el escenario, desmontar, apurar el fresco de la  noche con Dyc cola , rematarla al alba  desayunando churros con chocolate. Cerrar un poco los ojos dentro de la furgoneta o mejor aún entre los brazos de alguien antes de que el sol lo hiciera imposible con su manto de luz  y, por último, un chapuzón en la piscina municipal por gentileza del concejal de festejos de turno con el que  viajar fresquitos antes de que el sol mesetario nos derritiera por aquellas carreteras con más curvas que  gallos soltaba  la bella vocalista  y novia  del jefe de la banda. En cambio, cuando tocábamos en el mismo pueblo varias noches había  más oportunidades de empatizar con los parroquianos, especialmente sus mozas. Mientras tocábamos observaba al público  y a la que chica que más me gustara   le dedicaba  punteos  tan desgarrados como inútiles   de sentimientos, doblado sobre la guitarra o  me desvivía porque sus peticiones musicales fuesen atendidas, hasta que una noche descubrí una faceta mía musical imprevista. La vocalista perdió la voz rota de tanto forzar y tanto cubito de hielo en los cubatas y  se hizo un silencio que  podía masticarse. No lo dudé un  instante y agarré el micrófono. <<Paquito>>, grité.  Nada más escucharme  la sangre empezó a hervirme.

<<Paquitoooo. Eoooooo. Paquitooooo>>

 Cerraba los ojos, agarrando el micrófono como si fuese mi propio corazón  en un trance en   pura comunión con el público. Los más mayores intentado con dificultad ocupar las primeras posiciones y los jóvenes haciéndose  a un lado.  Paquito el chocolatero me transformaba en un animal en el escenario de manera parecida a  como años después, en 1986, lo hiciera Freddie Mercury en Wembley. Desperté, aquella mi primera vez,  tanta energía que una joven, extremadamente guapa, de ojos tan grandes que mirara donde mirara desde el escenario siempre me los tropezaba, bailaba a mi compás  alucinada y  a  carcajadas. Después de la orquesta y aún con la euforia de Paquito el chocolatero en mis venas me atreví a presentarme ante la joven. Estuvimos hablando en la plaza del pueblo decorada por ribetes de bombillas desnudas entre el arbolado y las farolas, después por el camino hacia la fuente entre  álamos, oscuridad y deseo y a pesar de mi segundo ataque de miedo escénico  nos amamos   hasta que el sol, despuntando por la sierra, puso fin al encuentro. Fue mi primera vez y, quizás por eso, una parte de mí  quedó allí, de alguna manera, para siempre.

Desde entonces a las bodas a que me invitan  me abalanzo sobre el micrófono del pinchadiscos de turno para llevar los compases de  Paquito el Chocolatero nada más escuchar sus primeros acordes.  Rememoro así  aquel verano y, como el trueno que sigue al relámpago, aquella bella joven con la que descubrí el amor.

Le pregunto a mi sobrino  qué lugares visitará   mientras  acaricio con la memoria  aquellos pueblos de interior en los que estuve y en los que nunca he vuelvo a poner el pie, pero a los que mi corazón me lleva   cuando la brisa de la nostalgia    trae el nombre de aquella joven que  conocí en el que fue el  mejor verano de mi vida.

FIN



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