EL VIAJE CON MI AMIGO PACO. UN RELATO PARA ZENDA #HISTORIASDEVIAJES


EL VIAJE CON MI AMIGO PACO
Escribí en Google maps para cerciorarme de  la ruta.  Decidí llevarme a Paco y, de paso, disfrutar de unas vacaciones en aquel pueblo con encanto perdido en mitad de la serranía donde se crió  Paco (y su  esposa), un octogenario al que conocí unos meses atrás.  Fue él quién me convenció para pasar unos días allí y conocerlo. Me aseguró que le gustaría su pueblo y que  descansaría de verdad. Era sorprendente  la buena memoria que tenía. Me  describía con exactitud cómo era su pueblo, al menos el pueblo que él conoció porque  se fue de allí en los años 40 del siglo pasado  siendo casi un crío y ya no regresó más que una vez para cumplir el deseo de su esposa y enterrarla allí haría cosa así de  unas dos décadas.
 Días antes de tomar las vacaciones me documenté un poco. Dos mil habitantes en el último censo. Llegaríamos en las vísperas de las fiestas en honor a Santiago Apóstol, aunque este año  no se celebrarían. San Google tuvo a bien obsequiarme con  indicaciones para pernoctar y comer.  Me recomendaba una estupenda piscina municipal y varias rutas naturales para hacer senderismo, jalonadas con pozas y cilancos donde bañarse a placer con agua cristalina en plena naturaleza, aunque a esas rutas, catalogadas como de dificultad grande por los desniveles, no me acompañaría mi amigo Paco.
Se acercaba el primer día de vacaciones y aún siendo noche cerrada giré lleno de ilusión la llave de contacto del coche. “Allá vamos” le dije a Paco y,  mirando al cielo, en  absoluto silencio, rezamos una pequeña oración a San Cristóbal, el patrón de los viajeros. No sé si por gracia de San Cristóbal o por mi precaución o la suerte o un poco de todo  hicimos muy buen viaje. Al entrar en la sierra la carretera comenzaba a serpentear  con curvas cada vez más cerradas. Al volante, miraba  de reojo cómo Paco se balanceaba, ora  a la derecha, ora a la izquierda, con  cada uno de los giros que marcaba el sinuoso trazado con cortados de vistas alucinantes y decidí que lo  prudente sería aflojar la velocidad. Hasta yo empezaba a marearme y no quería correr el riesgo de que se me pusiera perdido el coche y echar a pique el viaje.
Por fin, avistamos el pueblo. Cómo habíamos salido de madrugada llegábamos a una hora muy buena, cuando al sol aún le quedaba trecho para presidir desde  lo más alto el cielo y no castigaba los techos picudos de las casas blancas, ni sus calles empedradas que partían todas de una preciosa plaza octogonal con  una  fuente provista de  caños de bronce por donde manaba agua abundante, tal y como me dijo Paco.  Algunos ancianos con sus caras embozadas en mascarillas parecían retirarse ya a sus casas para refugiarse del sol cruzándose en el camino con jóvenes y turistas en sentido contrario.  Le pregunté a un lugareño por el cementerio municipal.
El hombre con prevención me daba las oportunas explicaciones mirando de soslayo a mi acompañante.
Le hice un guiño a Paco mientras bajábamos  por una calle con  pendiente de vértigo que daba a una  explanada donde se podía aparcar. Un camino de grava flanqueado por cipreses conducía al camposanto de muros de piedra que refulgían al sol. La verja de forja era imponente y estaba abierta. Sonreí a Paco y entramos. En plena sierra la paz era absoluta, olor a resina de pino, aire limpio y trinar de pájaros, pero al cruzar la verja  la quietud y la paz era aún mayor. No nos costó localizar el nicho. Paco me lo  explicó muy bien, tres meses atrás en mitad de la vorágine de la pandemia, curvas, hospitales saturados  y víctimas mortales. Aún no había perdido la consciencia en la UCI, pero no desconocía que sus días estaban contados por mucho ánimo que mis compañeros  y yo intentáramos insuflarle a la par que aire el respirador al que estaba conectado.
Tercera hilera a la derecha.  Número 20.  Lo recordaba perfectamente. Me lo repitió muchas veces y efectivamente en  aquel nicho descansaban los restos de su esposa.
Coloqué la urna  y un ramo de flores junto al nicho y después de un rato de oración me encaminé al ayuntamiento. Una de las ventajas de los pueblos sobre la ciudad es que el factor humano  es más ley que lo que dicten las ordenanzas  y  reglamentos vengan de donde vengan. Me presenté al alcalde. Le expliqué que era enfermero y que conocí durante más de un mes a Paco, un valiente  que luchó entre la vida y la muerte en la UCI contra el virus aunque al final no pudo con él. Cuando falleció lo hizo sólo, con mi  única compañía sosteniéndole la mano.  Como no tenía familiares  a los de la funeraria les di mi dirección. Cuando me entregaron sus cenizas ya había acordado con Paco  qué hacer.
El alcalde, un señor ya mayor, miraba pensativo averiguando quién sería ese tal Paco y su mujer y cuando los recordó  con lágrimas en los ojos asintió. Sin hacer más preguntas me aseguró que se cumpliría su  última voluntad. Le acompañé junto a un operario municipal al cementerio. El empleado con un cincel y un martillo abrió el nicho y con un gesto me indicó que le entregara la urna  para que reposaran el sueño eterno junto a su querida esposa.
Comí en la posada algunos de los platos típicos  y por la tarde  di un paseo por una de aquellas rutas preciosas que atravesaban el corazón de la sierra dándome un  baño en una de las pozas de aguas frías y puras con vistas al cielo azul y verde de aquellos parajes. Secándome al sol miré al cielo y sonreí cuando  los rayos de sol  acariciaban mi piel igual que yo acaricié la mano de Paco mientras me daba su último adiós.

FIN




Comentarios

  1. Juanma, un relato muy bonito y tierno con un final que sorprende
    Yo también participo en el concurso de Zenda, pero con un estilo un tanto distinto. Suerte.
    https://elpedrete2.blogspot.com/2020/07/zenda-carretera-y-manta.html

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    1. Muchas gracias por tus comentarios. Voy a leer el tuyo. Un abrazo!!

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