UN DESEO

UN DESEO

   Quería ver el mar desde pequeño. Solo eso. Nadie entendía  por qué. Quizás su madre lo amamantara   con el nácar de  sueños ya olvidados y no cumplidos. Lo tomaban por chiflado y de ese modo,   unos a otros, se pasaban, como las cosas sin valor, aquel deseo  curvado y limpio  que se le deshacía imposible una y otra vez  como las olas escupidas por el mar.  Pero la  locura de su anhelo no curaba, no menguaba. Se  enquistaba  entre  canas y  decrepitud sellado como obsesión en las cuencas de sus ojos.  Y sólo, conmovidos  por la lástima que despiertan los que se acercan a la barca de Caronte,  decidieron llevarle a ver el mar.
  Subieron y bajaron cerros por serpenteantes caminos de polvo y piedra. Le guiaron como lazarillos de quimeras de utopía  y él, con su osamenta vencida por los años, les siguió.   Cuidado con la pendiente —le advirtieron—. Allá abajo está el mar.
  Y  él,  que quería ver el mar  desde pequeño. Nada más.   Nadie entendía por qué. Bajó y, tras caminar por granos de oro y guijarros de perlas  que alfombraban su deseo, alzó las manos   para tocar aquel  lienzo  salado de  infinito verde y azul,   plegado  en  susurros de  ángeles caprichosos.  Aspiró profundamente  la  pura y salvaje inmensidad que moría a sus pies,  sintiendo en la brisa que  acariciaba su ajado rostro, los dedos de su madre y dirigiendo la mirada de sus ojos yermos intentando  asir  a  las olas por su batir  —les  dijo—:  aun siendo ciego, como mi madre,  por fin, he visto el mar.


FIN


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