PRIMER PREMIO RELATO V CONCURSO INTERGENERACIONAL ESPEJOS DE AGUA.

PRIMER PREMIO RELATO CORTO V CONCURSO INTERGENERACIONAL  "ESPEJOS DE AGUA" LINARES 2015

El sábado 30 de mayo  tuvo lugar en el Auditorium de Linares la entrega de premios del Concurso "Espejos de Agua" con  la temática de los derechos humanos y su artículo uno.  Había dos modalidades: poesía y relato siendo en  esta categoría donde a mi relato "Sin palabras" el jurado consideró otorgarle   el primer premio. El acto fue muy emotivo. Organizado con mucho mimo, lleno de sensibilidad y, en definitiva,  aprecio por la cultura,  con lecturas de poemas, canciones y la intervención final  y apoteósica  de un raposa que  nos dejó  a todos los asistentes boquiabiertos.  Durante la entrega de premios hubo un homenaje a  Dª Francisca Rojas recientemente fallecida y a quien la Organización le estaba muy agradecida por su apoyo durante su etapa   como concejala en el Ayuntamiento  y que ayudó a consolidar dicho concurso literario. Al final del acto, de manera totalmente improvisada, una señora del público  dedicó un último poema  en memoria de la homenajeada que recitó de memoria titulado "El niño y la mariposa". Fue algo muy emotivo.
Para el acto pidieron a cada uno de los galardonados que explicasen en cinco líneas el  motivo de porqué escribían. Para mí resultó aquello un ejercicio interesante. Es bueno reflexionar sobre lo que uno hace...
Mis palabras para intentar explicarme son estas:
El mundo es inmenso, complejo y  la vida  corta   para pretender  entenderlo pero ya que la vida no la podemos alargar,  la escritura  nos la  ensancha  y nos aúpa a hombros de gigantes orientándonos  en nuestro camino   como  la estrella polar a los marineros de la antigüedad. Sin duda    la escritura ayuda a seguir y encontrar el  camino de nuestra vida   con sentido común aderezándolo en las justas proporciones  de todo lo contrario y todo lo demás.   Por eso  escribo y porque para escribir se escribe con el corazón.

 A continuación les dejo el relato premiado:

Sin palabras

 Despertó sabiendo que era un día  especial. Aunque no pudiera hablar, su cabeza era  prodigiosa   para todo aquello que  pudiera ser traducido a números aun no sabiendo manejar un calendario.  En cuanto lo vieran aparecer   mamá, papá y hermana correrían  a su encuentro    abrazándolo y envolviéndolo en un lluvia de besos. Y   él, aunque se comportara como ausente, esbozaría   un tibia sonrisa.  Qué lástima que David no pudiera, con palabras, decirles cuanto  les quería. Envuelto en esos pensamientos  se levantó de la cama, puso sus pies descalzos en la alfombrilla  y desperezó su cuerpo de pequeño hombrecito flexionado la espalda como si fuera de goma  con sus once añitos recién cumplidos.  Avanzaba por el pasillo seguro de que  cuando llegara al salón  nada más verle  aparecer levantarían los brazos dirigiéndose a él con gritos de júbilo, pero unas  voces desconocidas irrumpieron en el salón. David, desconcertado, apoyó la palma de su mano contra la pared y se quedó inmóvil como si se le hubiera acabado la cuerda a un reloj. Esas voces daban órdenes y  gritos. También se oyó caer alguna vajilla al suelo.  Se restregó los ojos para comprobar que no estaba soñando y se aproximó con sigilo. A través de los cristales de la puerta vio a papá  frente a uno de esos desagradables señores  mostrándole  papeles a lo que el desconocido  no dejaba de ladear  la cabeza con  gesto adusto. Fue entonces cuando uno de ellos  se percató de su presencia  y con agilidad felina se abalanzó sobre él. Le zarandeó del hombro y le ordenó que fuera al rincón. David que parecía no entender se quedó inmóvil y el hombre casi colérico  le empujó hacia allá.
Mamá le besó  por su  cumpleaños.
   David  sintió un calorcillo húmedo y tibio escurrir por sus muslos. Un cerco en torno a su entrepierna delataba que estaba muerto de miedo.  Papá, entretanto, con voz calmada pero firme se llevó aparte al que parecía ser el jefe y le dio con disimulo un sobre que de bien poco le valió  pues  después de guardárselo con celeridad para que nadie se percatara le ordenó que no se demoraran en  preparar  equipajes  con  solo lo más básico mientras sus secuaces ponían todo patas arriba. Mamá resignada marchó con los hombros hundidos  a preparar las maletas. David la acompañó  no  quitándole ojo a como lo hacía. Le llamaba la atención el hecho de que esta vez preparara dos equipajes y que en uno colocara solo  ropa de mamá y hermana y en el otro  la de papá y suya. En todos los viajes anteriores   siempre  se había  preparado uno único  bulto. No   hubo apenas completado mamá las maletas cuando aquellos desconocidos los echaron  de la casa. En el rellano  se cruzaron con los vecinos Kofman;   el señor Kofman cada vez que se cruzaba con David  le frotaba afectuosamente la coronilla y se rebuscaba en el bolsillo de su abrigo para darle algún caramelo. Además, de cuando en cuando, entraba en casa y se encerraba en el despacho con papá y cuando salía no paraba de decirle "danke" tan repetidas veces que parecía que se lo decía no solo a papá sino también a las paredes y a los muebles y a toda  la casa entera. Por todo ello   resultaba  extraño que ahora ni  levantasen siquiera la cabeza para mirarles.  David clavó sus ojos grandes y oscuros en los Kofman.  Era  su  forma de saludar  pero no pudo  cruzar sus ojos con los de ellos  ni  un solo instante.   Los vio cuchichear con el hombre al que antes papá había entregado el sobre  y   entraron los tres en la casa  aquella de la que tan precipitadamente acaban de dejar a la fuerza.
Aquella casa que ya nunca más pisaron.
David emprendía junto a su familia   un enigmático viaje  acompañado de otras muchas que, autistas cómo David, marchaban  con  aire apesadumbrado, levantando  los pies como si llevaran  suelas de plomo   hasta la estación del tren donde  soldados les esperarían. Sin  dejarles despedirse siquiera de mamá y hermana  a ellas  las condujeron a un andén y a papá y él a otro diferente.
David abrió mucho los ojos; era lo que hacía cuando la realidad  desbordaba y no lograba entenderla.   Papá le  abrazó   y  con dulzura   le dijo "  Nos llevan  de viaje. Después nos reencontraremos  con mamá y hermana". David  se apoyó en su pecho y reclamó con su penetrante  mirada puesta en él    un abrazo  aun más fuerte con el que suavizar lo incomprensible . Ya  en el tren, David  rebuscaba  en el atestado vagón con la esperanza ingenua  de encontrarse  a mamá y hermana. Su papá sagaz le  calmó diciéndole: "Estos trenes  tan antiguos   solo disponen de aseos con urinarios para señores por eso viajamos los hombres en uno y las mujeres en otro".
Aquel viaje infernal duró horas y horas, por supuesto sin nada que beber ni comer.  Lo único servido  era  angustia y  desolación. En el destino les aguardaban otros soldados comandados por unos superiores que se hacían distinguir con visibles brazaletes con una doble letra ese bordada en hilos dorados.  Les condujeron al interior de un recinto amurallado atravesado por  amplias avenidas llenas de barro y lodazal con barracones y  edificios que parecían ser  fábricas y  hornos. Dejaron apiladas sus maletas de las que ya nunca más supieron y  les hicieron formar filas para pasar por    unos controles en donde les hacían abrir mucho la boca para ojearles bien las dentaduras. Aquellos que tuvieran piezas de oro o piezas dentales muy deterioradas o fueran simplemente personas demasiado mayores los echaban a un lado después de anotar sus nombres en unos cuadernos rojos. Al resto, le anotaban sus nombre en cuadernos azules y  a pesar del frío,  los desnudaban y les inspeccionaban como un pastor  lo haría con las ovejas en una feria del ganado. Si alguno tras el examen se veía tullido o muy debilitado le echaban para atrás anotándolo en los cuadernos rojos con los otros. Cuando les llegó  a ellos su turno uno de aquellos  no se sabía si médico o veterinario militar de rostro feroz indicó a    David que se acercara más y que abriese  la boca,   David inmóvil   no obedecía mientras el resto de la fila avanzaba como corderos al matadero. El médico le ordenó entonces que   fuera a la fila de los viejos y  lisiados y  papá horrorizado empujó bruscamente a David e improvisó un ardiz:   le sacó la lengua en tono burlón con la esperanza de que lo imitase. Tras pasar el control y cuando papá vio que sus nombres eran apuntados en los cuadernos azules suspiró. El médico los miró con un desprecio profundo y nunca pudo olvidar David aquella mirada  ni encontrarle una explicación.  Nunca, por más que pensara sobre aquello el resto de sus días  lograría  encontrar algo satisfactorio para comprender por qué el odio sumisa y obediente  se propaga como las olas en un estanque cuando se arroja una piedra.
Durante la reclusión   todas las noches papá abrazaba a su hijo y le repetía que ya les quedaba menos  para juntarse con mamá y hermana. Contaba papá con la ventaja de que David  no podía replicarle aunque aquel muchachito al que las palabras tanto se le negaban  era  soberbio para los números; los memorizaba a su antojo sin dificultad  como por ejemplo los que le habían grabado en el antebrazo a su papá y a él. También  el recuento exacto de los días que llevaban encerrados, sin necesidad de anotarlos y esa cuenta  cuando un día es igual a otro y al siguiente y a todos los demás habidos y por haber era  imposible de llevar excepto  para alguien como  David  que sabía en su cabecita cuando llegaba el día del  cumpleaños   de mamá, cuando el de hermana, cuando el de papá y a los 365 días después de estar fuera de casa el suyo también. Y nada más abrir los ojos cuando llegaban esos días se acordaba aún más de mamá y hermana.  Papá le ofrecía siempre  su escasa ración de comida y le animaba a comérsela  diciéndole que  no tenía mucho apetito y que si los soldados se daban cuenta de que les sobraba la próxima vez les pondría menos.
 La luz del día se iba y llegaba la noche, las lluvias y los aguaceros venían y desaparecían, el calor llegaba y se marchaba dejando al frío pero lo único  constante era el desagradable olor que impregnaba aquel lugar. Aún muchos años después todavía cuando David cierra los ojos olfatea y cree aspirar por sus fosas nasales aquel nauseabundo olor imborrable de su memoria. Y del alma.
Aunque el barracón  en el que dormían siempre estaba atestado de gente no dejaban de llegar caras nuevas y esa era el motivo —decía el padre — por el que tenían que irse algunos de los que ya estaban; para dejar sitio. David guardaba silencio pero su papá  veía en sus ojos dibujada  la pregunta y  respondía: "Ya han terminado con su trabajo y han vuelto a sus casas, como pronto haremos nosotros. Ya nos queda muy pocos días en esta fábrica".
Las noches eran casi más duras que los días, pesadas y oscuras para aquellos desbaratados seres  en los que  de  haber tenido masa y  ocupado un espacio el alma bien que hubiera  podido  entreverse en sus famélicos cuerpos. Sólo el sueño cuando lograban olvidar el hambre y el sufrimiento los libraba de aquel infierno humano en el que su papá   le decía a su hijo  que tenía que ser fuerte durante el día; no desfallecer  en las líneas de producción;  y no fijar su mirada  en los soldados porque de hacerlo así  podrían castigarle y separarlos.
Después de un tiempo, el olor a carne quemada era cada vez más insoportable,   se podía mascar y  bajaba por la garganta   haciendo un nudo en el estómago. Cada vez venían menos caras nuevas a los barracones  y estos estaban más vacios. David se impacientaba preguntándose "Cuándo les tocaría salir a ellos".  Fue entonces cuando su papá le enseñó un pequeño escondrijo que había elaborado a hurtadillas en un alpendre contiguo al barracón desde que notara que sobrevolaban el cielo  aviones continuamente;  se lo mostró y le dijo que se escondiera  allí. David le obedeció y papá    todas las noches se acercaba con algo  de comida. Habían  adelgazado  tanto que parecían libros de anatomía. David podía estudiar los huesos del cuerpo humano mirando a  papá y él repasarlos en el del hijo. Poco después, una  noche su papá ya no fue a verle.  El pensamiento de David se desparramó de manera ingobernable entre  mamá, hermana y  papá. Lloraba sin consuelo pero todos los que acudían al barracón parecían autistas como él. Cocidos en su propio dolor y sufrimiento  no reparaban  en el pobre David. Cuando a la segunda noche tampoco apareció papá dejó de llorar  y nada más  clarear  salió del escondrijo.  Para David aquel amanecer de primavera de 1945 fue diferente. En realidad, desde que cumplió los once años había sido todo  diferente. Las calles y  barracones estaban  desiertos.  Algunos osarios andantes, como él, vestigios de lo que un día fueron  seres humanos, deambulaban desorientados. Las columnas de denso humo de carne quemada proveniente de las chimeneas de los hornos crematorios y a las que su olfato se había insensibilizado habían cesado y  David  sin apenas fuerzas levantó la cabeza para   mirar al cielo   y ver proyectada  la minúscula sombra que sus huesos todavía daban  y que  indicaban que aún era un ente real.  Fue entontes cuando surgió el rugido de unos motores. Vio aparecer doblando  la esquina   un jeep  conducido por unos  soldados con uniformes distintos a los que él conocía. Al   acercarse el vehículo se percató que el conductor era de piel negra.  Nunca había visto antes  a un  negro  de carne y hueso y por la manera en que aquel soldado   le miraba a él tampoco parecía que él hubiera  visto a  un ser humano como él. David clavó su mirada en la de   de aquellos soldados y observó el espanto circunvalando sus pupilas.  Fue justo en ese momento,  viendo aquellos ojos cuando los suyos entendieron . Y un profundo grito desgarró su  alma. Sin palabras para otro día  especial que no habría nunca de olvidar ni debería hacerlo nunca  la humanidad.

                                               FIN

Comentarios

  1. Estremecedor y al mismo tiempo tierno y emotivo. Sin conocer los demás, lo considero justo merecedor del premio. Enhorabuena.

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