LIBRO PUBLICADO POR LA UJA CON LOS RELATOS PREMIADOS EN SU EDICIÓN DE 2022/23
La semana pasada recibí un agradable correo electrónico: Me comunicaban que en la UJA (Universidad de Jaén) tenían algunos libros con los relatos ganadores de su edición del concurso literario del 2022/23 entre los cuales se encontraba un relato corto que escribí titulado "No volveré". A la ilusión del detalle del que a un escritor le publiquen se le sumaba, otra casi más grande, que mi hijo, Darío, estudiante en la UJA fuera quien se pasara por el decanato de la Facultad de Humanidades para recoger estos libros. Alegría doble, y una alegría doble produce una satisfacción mayor que la suma de ambas. He leído el libro con los otros relatos ganadores y finalistas y observando su gran calidad literaria he sentido mayor orgullo por el hecho de que mi relato estuviera entre ellos y al mismo tiempo vértigo, comprobando el gran nivel de escritura creativa que hay entre los que se presentan a cualquier certamen literario y por ende la enorme dificultad para que un jurado seleccione alguno de tus trabajos. Por todo ello la publicación de mi relato "No volveré" me ha brindado una satisfacción intensa que quiero compartir con todo aquel que se pase por aquí.
——NO VOLVERÉ——
Me dejaron salir. No sé muy bien por qué, puesto que, en esencia, seguía siendo el mismo que cuando entré. El caso es que volvía a caminar de nuevo por las calles de mi ciudad, a mi aire. Libre. Con la catedral al fondo, majestuosa, dominando la ciudad y franjas azules del cielo asomando entre los edificios y sin más indicaciones que las de los semáforos para cruzar los pasos de cebra. Me parecía un sueño, después de tanto tiempo encerrado, no sabría decir cuánto –se pierde la cuenta por culpa de los días monótonos que aturden los sentidos–, entre cuatro paredes; rodeado de miradas patibularias, gestos amenazantes y comentarios agresivos. <<Cuando salgas, vas a tardar poco en volver>>, me decían con la pretensión de enterrar mis ánimos bajo toneladas de angustia como tenían ellos enterrados los suyos.
Quizá fueran movidos por la envidia esos comentarios. Le caía bien al director. Quizá porque tuviera un gran parecido con su hijo –me lo comentó en alguna ocasión– y eso, involuntariamente, le hacía mostrarme su lado más humano, cosa que no hacía con el resto. Siempre que me comportaba de manera aceptable –lo cual no era todas las veces– y me mostraba sosegado; sin montar broncas con los demás, me concedía el privilegio de pasear con el carrito de los libros para ofrecerlos al resto de los internos. Anotaba en una libreta de pastas descoloridas el título, el nombre del interno, fecha de entrega y de devolución aunque, en realidad, sería fácil seguirle la pista a los libros sin necesidad de registro alguno puesto que jamás aquellos libros saldrían del recinto y, porque por otra parte, tampoco allí se daban tortas por la lectura. Aunque he de reconocer que, escondido entre mis pertenencias, me he llevado un libro. Es un libro del poeta Luis Cernuda. No creo que nadie lo eche en falta y más tratándose de un libro de poesía que, la verdad, no sé cómo pudo llegar hasta allí. He leído tantas veces los poemas de ese libro que muchos me los sé de memoria. Me ayudaron mucho sus versos para traspasar las paredes de mi habitación y del recinto. Para volar y soñar y lo seguirán haciendo.
Allí de donde he salido aunque tuvieran todo el tiempo del mundo preferían perderlo en diálogos absurdos con interlocutores imaginarios que nadie sabía qué respondían y paseos infinitos en torpes círculos dentro de las habitaciones con las miradas posadas en el vacío. Además de la hora y media de paseo de la mañana al sol y el aire libre se me concedía una hora extra por la tarde –solo si había sido un chico bueno–, pero siempre en solitario, nunca con los demás –el director me intentaba explicar con ánimo conciliador que podría resultarle aún peligroso a los demás, aunque yo lo único que hiciera fuera responder a sus provocaciones–, pero ahora, por fin, todo aquello acabó como se termina acabando todo y mi corazón se iba embraveciendo a medida que avanzaba por la larga avenida que desde la parte norte y baja de la ciudad me dejaría en la parte alta y céntrica y desde ahí, a solo un paso de la alameda. Aquel parque donde tan feliz fui situado entre un convento de monjas, una plaza de toros, un colegio y un hípico. Por eso, en cuanto puse los pies en la calle con la bolsa de deporte al hombro como única posesión terrenal puse rumbo a la alameda de manera instintiva. La gente tiende a regresar al lugar donde fue feliz
Allí conocí a Lola.
Después de conocer a Lola ella me fue presentando al resto de amigos. Sin Lola nunca los hubiera conocido. Nunca hubiera reunir el valor suficiente para presentarme y mucho menos vivir en aquella antigua casona distinguida venida a menos situada al fondo de la alameda.
Lola no siempre estaba conmigo. De repente, se iba de la casona y a los días reaparecía. A veces eran semanas y nunca daba explicaciones ni cuando se iba, ni cuando regresaba, pero nunca me dejaba solo. En la casona siempre estaban Germán, el abuelete republicano, medio ido, que pasó la dictadura en la creencia que los suyos habían ganado la guerra. Hasta que murió el dictador Franco y, por un momento, se hizo la luz en su cabeza comprendiendo que su bando fue el perdedor, después de lo cual enloqueció por completo y Marcos, al que llamaban el yonki, aunque nadie supiera que las drogas constituían su único refugio eficaz para superar el que lo dejara abandonado su novia y gran amor el día antes de la boda. Aquello no lo pudo superar y muerto de amor y desolación quedó sumido, desde entonces, en una profunda depresión. El que lo dejaran plantado fue algo tan traumático que sólo se lo confesó a Lola y aunque Lola me lo contó yo nunca hice entender a Marcos que comprendía el origen de su desgracia. Además, para ser justos, Marcos no era el único yonki, como él eran muchos de los amigos, esporádicos o no, que acudían a la casona. Yo también jugueteé con las drogas. Incluso alguna vez sorprendí a Lola y a Marcos pinchándose juntos en el brazo, pero como yo nunca tendría el valor suficiente para hacer eso me hacía el loco.
Después de subir aquella larga avenida me encontré con la Iglesia de San Idelfonso y, desde allí, ya todo era una pequeña bajada hasta el parque de la alameda. Cuando llegué me encontraba agotado por el calor sofocante y porque no estaba habituado a andar. Tanto tiempo en cautividad se dejaba notar en las piernas. Tenía los músculos debilitados y respiraba fatigado por lo que me tumbé en uno de los bancos de piedra más apartados para recuperar fuerzas. Boca arriba veía toda la arboleda de los jardines y su visión me recordó los viejos buenos tiempos. Observé que habían construido un auditorio en uno de los extremos del parque. Poco a poco el calor estival de la tarde dejó paso a una brisa tibia que se volvía más fresca a medida que la luna iba presidiendo el firmamento en la noche. El griterío de los niños hacía tiempo que había desaparecido y ya solo quedaban algunas parejas, unas hablando de manera acaramelada y otras con caras de estar ajustado cuentas pendientes. Algunas personas paseaban solas o acompañadas de sus perros imagino que para tomar un poco de fresco y escapar del sofocante calor de sus casas. Tuve la precaución de buscar un banco en un sitio recóndito para pasar desapercibido.
Tumbado en el banco con mi bolsa de deportes debajo de él contemplaba el cielo nocturno. No podría recordar la última vez que observé al aire libre las estrellas. Ver aquellos puntos blancos titilantes sobre un fondo negro me produjo un inmenso placer. Permanecí un buen rato así, con la esperanza de encontrarme con alguna estrella fugaz pero no tuve suerte. Si me recostaba hacia la izquierda veía la antigua casona. No se observaba ninguna luz dentro y no me decía acercarme y tocar a su puerta. Podría salir cualquiera y no reconocerme. Lo mejor sería esperar a Lola. En realidad, había sido mucho tiempo el que había permanecido fuera.
Me sentía un hombre libre, aliviado, pero invadido por una sensación extraña que aunque la atrapara entre los pliegues de mi alma no podría etiquetarla.
<<Qué harás cuando salgas de aquí. Ya verás como vuelves>>, me decían los más veteranos, entre risas, cuando me veían asomar con el carrito de los libros.
Quizás tuvieran razón.
Cuando el sueño ya vencía a mis párpados noté un frío intenso envolviendo mi cuerpo. Me encogí, acercando las rodillas a mi pecho, y abrí los ojos. Una neblina que parecía querer salir con la luz de una de las farolas se dirigía hacia mí, adquiriendo en el trayecto el contorno de una silueta humana.
Escuché en susurros la voz de Lola y sentí como me acariciaba el cabello. Exactamente como el día en que la conocí. Acercó sus labios a mi boca. Era el primer beso en no sé cuánto tiempo y noté cada milímetro de sus labios posados en los míos como kilómetros de universo acariciando una orilla de amor infinito en mi boca. Aquel beso me trajo la fragancia de los viejos tiempos; de cuando conocí a Lola. Acarició mi mano y la sujetó en el aire. Quería llevarme a la casona. <<Estás muy delgado>>, dijo observando mis pantalones que me hacían aguas por todos lados. Le sonreí porque ella también estaba muy delgada, pero no le dije nada. Avanzaba con tanta ligereza que me costaba seguirle el paso y yendo detrás de ella caí en la cuenta de que llevaba la misma ropa de la primera cita. Un pantalón vaquero blanco y una blusa negra.
<<Deberías cuidarte más>>, me reprendió cariñosamente, guiñándome un ojo. Estas hecho una aparición.
Justo delante de la casona, Lola puso su dedo índice en mi boca. <<Deberíamos ser sigilosos>>, me advirtió. Habían llegado unos nuevos vecinos y tenían malas pulgas. <<Ya no es como antes; como cuando vivíamos solos>>, me explicaba mientras abría la puerta y me conducía a la planta de arriba. Aunque la única luz que entraba eran la de las farolas de la alameda y la de una luna generosa noté que todo estaba cambiado. Las escaleras ya no crujían al subirlas y ni rastro de de colchones mugrientos por el suelo. Ahora lucía bastante limpio y ordenado. Pregunté por el abuelo Germán y Lola me condujo a su habitación que estaba a la izquierda de la que solíamos usar nosotros como dormitorio. Cuando abrí la puerta de la habitación de Germán encontré que se había convertido en una habitación infantil con repisas repletas de juguetes y muñecos de peluche. Sin rastro de sus cajas atestadas de cachivaches inservibles que atesoraba el abuelo en sus correrías nocturnas por la ciudad. Aquella casona, definitivamente, era irreconocible. Pregunté por Marcos y Lola hundió sus hombros en un gesto de desconocimiento y girando su antebrazo hacia mí insinuando que ya no estaría entre nosotros tras un último viaje a lomos de un tigre llamado heroína. Lola percibió mi tristeza por estar sintiendo un presente empeñado en ocultar lo bueno del pasado, como el maldito polvo de las cosas. Se puso a mi lado y cogiéndome de la mano me siguió guiando por el resto de las dependencias. Tenía libertad, pero de alguna manera sabía que ya no tenía nada y a Lola la notaba cambiada. Diferente a cuando la conocí. Más distante y fría conmigo. Como más difusa y ni rastro de Germán ni de Marcos.
En ese momento, dos hombres uniformados de policía irrumpieron en la casona. Pudimos verlos visiblemente agitados. Tras encender sus linternas y barrer el interior con sus haces de luz se dieron cuenta de nuestra presencia en la planta superior apoyados en la barandilla de las escaleras. En un instante subieron todos los peldaños para darnos el alto. Intenté calmarles diciéndoles que no pasaba nada; que Lola y yo vivíamos allí. Los dos policías se miraron con cara de perplejidad. Resultaba claro que no nos creían y viendo sus caras tensas con la frente perlada en sudor, llevándose las manos a las fundas de sus pistolas le dije a Lola que se resguardara detrás de mí. Uno de los policías hablando por un comunicador con la comisaría decía: <<Un sospechoso.
Desarmado y parece que con alucinaciones>>. Su compañero me pidió que me identificara y al darle mi nombre lo deletreó a voz en grito a sus compañeros de la Central.
<<Qué harás cuando salgas de aquí. Ya verás como vuelves>>, aquella frase acudía a mi cabeza sin pedir permiso zarandeándome las entrañas. De ninguna de las maneras quería regresar. No lo soportaría y esas voces gritando en el interior de mi cabeza me hicieron experimentar un desasosiego que vaciaban mis pulmones de todo el aire.
Cualquier cosa menos regresar.
Si algo había aprendido de mi larga estancia recluido y de las horas que llevaba en libertad, unas pocas horas que no hacían más que magnificar el tormento de mi cautiverio, es que todo lo que me unía a la alameda y a la casona se había esfumado como los recuerdos que una vez olvidados ya nunca regresan. Mi pasado y mi presente eran dos mundos diferentes con mi memoria como puente ilusorio entre ambos y que me cerraba el paso al futuro. Sólo me quedaba Lola que podría aparecer o desaparecer a su antojo tal y como lo venía haciendo desde el primer día que la conocí.
Quizás tuvieran razón. <<Qué voy a hacer aquí fuera>>, me preguntaba yo ahora.
Y mientras pensaba en la respuesta me encaminé a la cocina entre las voces cada vez más amenazantes de los policías. Le insisto a Lola en que se coloque detrás de mí y agarro un cuchillo de cocina, el más grande y el de aspecto más fiero que encuentro. Lo hago con la suficiente parsimonia como para que los dos policías se den cuenta y tengan tiempo de sobra para darme la orden de que me detenga. Por supuesto que no les hago caso y me giro hacia ellos. Debo de mostrarles un aspecto muy agresivo porque empuñan su arma y me apuntan sin titubear con ellas. Les sonrió y eso les hace dudar, pero enseguida les saco de esa incertidumbre reanudando mi pasos con el cuchillo en alto. Se oye un disparo que parece resquebrajar la casona y siento una quemazón terrible en el hombro. Pese al gran dolor que me ha producido el impacto de bala sé qué no será suficiente y sigo avanzando blandiendo aún más en alto el cuchillo. Oigo un segundo disparo. Solo dispara uno de los policías porque su compañero parece bloqueado por los nervios. La segunda bala penetra por mi abdomen y sale por la espalda. Esta, quizá, sí pueda valer, pero no puedo arriesgarme a que todo pueda empezar de nuevo y regrese.
Eso nunca.
Reúno hasta el último aliento y doy todavía un paso más al frente. Ahora se oye un tercer disparo. Este lo ha hecho el otro policía que ya si ha podido reaccionar. Su disparo si es certero. Justo en mitad del corazón y durante unos segundos recobro la lucidez como la recobró Germán, el abuelete republicano, antes de enloquecer por completo. Esta lucidez es como una luz blanca capaz de penetrar por los entresijos de todas las cosas y también alcanzo a entender que Lola, como el amor que dejara una vez plantado a Marcos, quizás nunca existiera más allá de mi cabeza. Afortunadamente, la lucidez se disipa rápido junto a mi último hálito de vida. Me llevo la mano al pecho. Estoy palpando el agujero que me ha hecho la bala y también el libro de poemas que tengo en el bolsillo de la camisa. Los policías no lo saben, pero el libro y sus poemas se están manchando con el rojo de mi sangre. Percibo como la sangre está empapando, una a una, todas las páginas del libro y de cómo ya empieza a cubrir los versos de mi poema favorito. Empiezo a recitarlo antes de desplomarme.
¿Volver? vuelva el que tenga,
tras largos años, tras un largo viaje,
cansancio del camino y la codicia
de su tierra, su casa, sus amigos,
del amor que al regreso fiel le espere.
Mas, ¿tú? ¿volver? regresar no piensas,
sino seguir libre adelante,
disponible por siempre, mozo o viejo,
sin hijo que te busque, como a Ulises,
sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.
Sigue, sigue adelante y no regreses,
fiel hasta el fin del camino y tu vida,
no eches de menos un destino más fácil,
tus pies sobre la tierra antes no hollada,
tus ojos frente a lo antes nunca visto.
Ahora sí. Ahora, ya podré estar siempre con Lola, en cualquier parte y en ninguna. Cuando ella quiera aparecer. Pero nunca más regresaré.
FIN
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