COINCIDENCIAS (UN RELATO CORTO)
COINCIDIENCIAS
 La
residencia de ancianos era un edificio elegante decimonónico con un amplio
vestíbulo de techo acristalado en forma de bóveda.  Madre llevaba poco tiempo    y la visitaba a menudo para  ayudarle a sobrellevar el cambio de mundo al
que se enfrentaba.  Mundos que    se le
escurrían entre sus recuerdos  como el
agua por  una vasija rota. Mi trabajo era
 el de un modesto auxiliar
administrativo. Una anodina labor en una oficina de recaudación de impuestos municipal,
aunque yo hubiese preferido continuar trabajando  los olivos 
que durante generaciones pertenecieron a la familia de  padre, pero no pudo ser. Un  ricachón  se obcecó con hacerse dueño de todas las
tierras circundantes  al pueblo y esto
incluía la finca de  padre.  Padre no era una persona que se rindiera
fácilmente, en eso se le parecía al 
abuelo.  El abuelo construyó una
pequeña almazara que molía la aceituna con la fuerza del agua que discurría por
un cauce que atravesaba la finca, pero cuando se construyó un pantano aguas
arribas el cauce se secó  dejando a la
almazara inservible. Fue un duro golpe, pero el abuelo se rehízo con una
fórmula que conocía bien: lágrimas de sangre, escasez  y trabajo duro. Unos ingredientes amargos   que
engullían    aquellas tierras de lomas  y vaguadas de olivos sin quedar nunca del todo
satisfechas. A pesar de todo, el coraje de mi abuelo siempre fue mayor que la
codicia de aquel ricachón que todas las veces que se presentó en el cortijo a ofrecerse
a comprar aquellas tierras  fue
rechazado. Cuando los años socavaron la fuerza del abuelo  padre  continuó con la tradición, pero entonces
aconteció otra desgracia  y sucedió como
ocurre cuando impacta un  golpe  donde antes lo ha hecho otro, que  duele mucho más.  Una terrible plaga y una gran sequía  dejaron sin cosecha de aceituna  a la finca por varios años. Padre,   buen
aprendiz de las enseñanzas del abuelo 
derrochó esfuerzo y malgastó vida, pero al final tuvo que rendirse a la
evidencia, necesitaba dinero para  soportar las pésimas campañas de aceituna y,
sobre todo,  recomponer la plantación de
olivos. Por entonces la finca venía a ser como una mancha negra   en el
orgullo de aquel ricachón absurdamente empeñado en hacerse con  todas las tierras  del pueblo. Aquel hombre sabía perfectamente que
solo tenía esperar  como los buitres que
vuelan en círculos  sobre las planicies
sin quitar ojo  a los casi cadáveres  agonizantes. Padre regresó al cortijo después
de su última visita al banco para cerrar el préstamo. Yo era un mozalbete  con pelusa de melocotón en las mejillas por
entonces, pero no podré olvidar jamás aquella escena. Madre, nada más verle
asomar por la puerta como una sombra huidiza  intuyó que nada bueno traía.  Padre,  con la mirada hundida y vacía de  esperanza, se sentó  con los hombros encogidos. Mudo y pálido.
Parecía un fantasma consumido por la angustia. El banco le había pedido  muchos documentos y escrituras, pero a  cada nueva visita   le
exigían que volviera con más cosas.  Padre,
derrotado y  con la cabeza oculta entre
las manos, dijo a  madre que no  habían concedido el préstamo.
Entonces,
justo entonces, se oyeron unos golpes secos y potentes en la puerta.  Madre abrió y vio asomar  aquel ricachón con más años y más avaricia que
cuando vivía el abuelo. Se descubrió la cabeza a modo de saludo quitándose el
sombrero  con una mano mientras que con
la otra mostró un cheque que  dejó encima
de la mesa.  Dijo que era una oferta
razonable y que solo estaría vigente hasta la noche. Bien sabía que  de no de vender aquellas tierras no  nos quitaríamos el hambre ni a manotazos.
Padre  quedó  absorto, sin moverse de la silla en  toda la tarde con el cheque delante,  como una estatua esculpida sobre melancolía y
piedra hasta que de repente, como movido por un resorte, se incorporó y  dijo a 
madre que  iría al pueblo a
aceptar la oferta. Nos besó a los dos en la mejilla y se despidió.
Me
gustaba pasear  madre bajo la enorme
cúpula transparente y después, sí no hacía mucho calor o demasiado frío,
salíamos a los jardines  atravesados por  sinuosos  senderos de cemento bordeados por aligustres y
geranios.   Empujaba la silla de ruedas de
madre  mientras le iba hablando de cosas
intrascendentes del  trabajo, de la
última novia y cosas así. Tenía cuidado en no  mencionarle  la finca ni del tiempo en que estuvimos
viviendo allí. Aunque en realidad daba igual de lo que le hablase porque
parecía no escuchar. 
   En uno
de aquellos paseos  oí al personal
de  recepción decir unos apellidos que  provocaron  que mi corazón bombeara hiel en lugar de
sangre.
La vida
está trufada de  coincidencias, extrañas
casualidades  con los que el destino
quiere mostrar  a sus invitados lo
caprichoso que puede llegar a ser. Le gusta jugar convirtiéndonos en  unos 
improvisados títeres movidos por unos hilos invisibles que solo él
maneja a su antojo.  
 Dirigí la vista a recepción y mi mirada se
encontró con el   hombre al que momentos antes habían llamado
por Montiña De los Santos. Estaba acompañado por  dos hombres mucho más jóvenes que él. Parecían
ser sus hijos  a juzgar por su parecido
físico y   tras 
acompañarle hasta la entrada  se
despidieron con sonoras palmadas  en la
espalda y besos.  Aquel apellido me
estremeció. Aquel hombre fue quien mareó a mi padre con la promesa de un
préstamo que nunca concedió.
A madre
siempre le extrañó aquella coincidencia entre la negativa al préstamo y la
visita  a casa con la oferta de compra.  Justo 
ese mismo día. Seguramente, nada más salir padre de la oficina, Montiña
de los Santos habría avisado al terrateniente.  Se rumoreaba en el pueblo que  el ricachón 
le había hecho entrega de unas propiedades    como pago a esos servicios y otros más.
 Esa noche no pude conciliar el sueño. Mi
cabeza se empeñaba en retrotraerse al fatídico  día en que 
padre regresó del banco, vacío  de
ilusiones cuando comprendió que no podría seguir luchando por aquellos olivos
en los que había trabajado desde niño, como antes su padre y antes el  padre de su padre. Olivos   por
cuya savia circularon la   sangre y el
orgullo de varias generaciones suyas.  Le
tocaba a él, precisamente a él, el mal trago de poner fin, vencido por la
adversidad, a una tradición cuyas raíces habían sujetado  aquellos olivares como memoria a sus
antepasados. Pero a padre,   un hombre habituado a trabajar al aire libre,
bajo la inclemencia del tiempo, hecho a moverse por lomas y vaguadas con la
única compañía del sol, el frío o el calor  dejar aquello era sencillamente como dejar de
vivir.
 Con la marcha a la ciudad madre nunca volvió a
ser la misma. Trabajó en un pequeño quiosco de prensa, pero ya mustia como
animal enjaulado sin que a sus ojos jamás regresara el brillo que antes
desprendía su mirada. Fue  madre quién
aceptó la oferta de la compra, pero como lo hizo  días después de la noche dada como plazo tuvo
que ponerse de rodillas para que no le regatearan la cifra inicial. 
Desde
que supe  de la existencia de aquel
hombre frecuenté  más  la residencia. Paseaba a mi madre. Jugábamos
a las cartas con el resto de internos mientras que aquel hombre ajeno a nuestra
existencia y nuestra desgracia se cruzaba por delante de nosotros como si  nada hubiese sucedido.   Pude comprobar cómo Montiña de los Santos   era una
persona locuaz, con sus facultades mentales 
intactas y sin excesivos problemas de movilidad, es decir, que caminaba más
o menos erguido y sin ayuda de bastón.
Aquella
coincidencia, la de escuchar su apellido  y verle allí  en la residencia, despertó algo  ácido, de color oscuro y denso en mi interior
que  durante mucho tiempo latía en
silencio.  Acudía desde entonces  a la residencia con un ojo puesto en madre y
otro en él. Incluso llegué a mantener algunas conversaciones intrascendentes
con Montiña De los Santos. Cuando me preguntaba por  madre, le decía que era viuda y que, desde
entonces, primero la nostalgia y luego el Alzhéimer la consumían. No le
mencioné nada de  padre. Él me dijo que  también era viudo y que sus dos hijos vivían
muy lejos —aquellos que vi dándose palmadas y abrazos— y que no podían ocuparse
de él por lo  que  prefirió “meterse” —así lo dijo— en la
residencia, por propia voluntad. 
Comencé
a visitar a madre dos veces al día.  El
desayuno  en el trabajo  lo sacrificaba para acudir a la residencia. De
reojo analizaba las costumbres de Montiña de los Santos. Leía el periódico a
diario. Salía por costumbre a tomar café en cualquiera de las cafeterías de la
plaza de enfrente de la residencia  y  tras dar un paseo por el casco antiguo
regresaba   mientras yo 
hablaba a madre de mi trabajo en el ayuntamiento, de mi última novia y
de otras cosas que ni madre parecía comprender ni a mí me importaban demasiado.
Un día  mencioné a madre el nombre de Montiña de los
Santos. Quería ver su reacción al escuchar el apellido, pero madre  no se inmutó. No expresó ni la más
mínima  reacción  en su rostro, ni un pequeño guiño, ni un leve
movimiento de cejas. 
Nada.
En todos
los aniversarios de aquel fatídico día me ocurría igual.  Los psicólogos a los que había consultado me
habían dicho que era una manera de somatizar aquel trauma. Pero lo que yo
experimentaba era una angustia pesada y punzante insoportable de sobrellevar.
Aquel día tampoco fue una excepción.  Me
excusé en el trabajo diciendo que no me encontraba bien. Lo cual era
técnicamente cierto. Me encaminé a la plaza y me tropecé cuando salía de una de
sus cafeterías al señor Montiña de los Santos.
 Una coincidencia.
Le
propuse dar un paseo. Dudó, pero accedió. Le empecé a hablar de mi trabajo en
el ayuntamiento contándole las trampas de mil y un mal pagadores que viéndolos
por la calle jamás pensaría uno que lo fueran, a lo que él siguió con
batallitas de su pasado en el banco. Cuando quisimos acordar nos encontrábamos lejos
de la residencia.  Como el calor
apretaba  me ofrecí a acercarle en coche.
Un coche que, por coincidencia,  tenía
aparcado cerca de donde nos encontrábamos en ese mismo momento.
 Cuando Montiña De los Santos vio por su espejo
retrovisor que dejábamos atrás los últimos edificios de la ciudad empezó a
inquietarse. Le calmé diciéndole que prefería circunvalar la ciudad a callejear
por las tripas de la ciudad llenas de semáforos y atascos a esas horas.
Después
le dije que se me había pasado la salida de la autovía  y que tendríamos que seguir varios kilómetros
más hasta el siguiente cambio de sentido. Cuando dejé la autovía, nos
adentramos  por un camino rural y cuando
el nerviosismo de Montiña De los Santos era más que palpable aparqué  en un recodo oculto de un camino perdido, pero
que conocía bien. En realidad todas aquellas tierras me las conocía al
milímetro y al medio día en pleno verano estaba seguro que no nos cruzaríamos con
nadie.
Negó a
bajarse del vehículo y como mi repertorio de engaños se había agotado
saqué  del maletero una escopeta. Cuando
le encañoné gruñó y obedeció. Empezamos a caminar y en el trayecto empecé a
contarle cosas de la antigua finca y de la almazara. Escudriñaba su rostro en
busca de alguna   reacción, como cuando lleve a madre a su
antiguo quiosco intentando que aquello le trajera recuerdos que a su vez
tiraran de otros, pero en su rostro solo aparecía miedo y sudor.
Llegamos
a la antigua almazara y desde allí ascendimos   una pequeña loma rocosa. Justo en la cima se
encontraba una sima y los rayos del sol casi llegaban hasta el fondo. Entonces
le comenté que   un mismo día como hoy  padre tras darnos un beso a madre y a mí se
encaminó a este lugar y se arrojó al interior de la sima.
Montiña
de los Santos rompió a llorar.
 Seguí contándole que aquella misma noche dormí
con madre muertos de miedo los dos porque padre no se presentó en casa. A la
mañana siguiente madre avisó a la guardia civil y dos días después se
presentaron  para decirnos que  habían encontrado  su cadáver 
en el fondo de aquella misma sima que ahora  contemplábamos en el aniversario de su muerte.
Padre no
dejó  una sola nota. 
Solo
aquellos dos besos en nuestras mejillas.
El
cheque apareció hecho trizas en el bolsillo de su chaqueta que a modo de
señuelo dejó en el suelo al lado de la sima  para que encontraran  su cadáver. 
 Regresé  a la residencia y paseé a madre bajo la cúpula
y los jardines.
<<Un
día como hoy murió padre>>, susurré a madre.
Madre agarró
con fuerza mis   manos y le dije al mediodía que había ido
a  la sima acompañado de Montiña De los
Santos. Madre al escuchar  eso se giró
hacia mí.  En su mirada   asomaba
el miedo y sus manos empezaron a temblar. Le dije que cuando hice asomarse a
Montiña De los Santos a la sima que se tragó a padre seguía reflejando la misma
negrura que desprendía  cuando  fue 
ella acompañada por la guardia civil a por el cadáver   solo
que ahora, a diferencia de antes, sentía 
el consuelo del alivio incompleto de la venganza. Los ojos de madre
brillaban inundados en lágrimas y  giraba
la cabeza a derecha e izquierda en un vano intento  por  negar la veracidad de lo que yo le contaba
mientras paseábamos  por aquellos bonitos
jardines de la residencia pensando que tal vez aquel movimiento de cabeza de
madre no fuera más que otra  simple coincidencia.
FIN

 
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Las historia que nos llegan son las que tienen ese componente universal , que las hace semejantes à las vividas. Lo he
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Muchas gracias por pasarte por aquí, leer el relato y tomarte la molestia de escribir tan generoso comentario.
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