HAMBRE DE GLORIA. UN RELATO PARA EL CONCURSO DE ZENDA #HistoriasdelaHistoria

 


HAMBRE DE GLORIA

Abandoné mi pueblo en un lugar perdido y destartalado en el corazón de Castilla no por hambre, aunque la tuviera,  ni  porque  nuestro señor  casi nos  obligara a darle las gracias por el aire que respirábamos en sus tierras, ni  porque hubiese dejado preñada a la hija del molinero que, de no estrangularme con sus manos, a buen seguro ninguna alegría a mi espíritu habría de traerme aquello.

  Me metí a soldado.   Una mañana temprano cogí mi hato con   un par de sayos  y con un beso a mis padres me despedí para siempre de toda aquella miseria. Iría a  formar parte de las tropas que habrían de liberar a España de los moros para mayor gloria de Dios y de nuestros reyes Isabel y Fernando y entre tanto, de paso,  dar consuelo a mi estómago.

 Años de luchas  con los moros en las vegas de Granada, fértiles tierras donde yo perdía mis años mozos. Rezando a nuestro Dios para que cayese de una vez aquel maldito castillo rojo.  Una ballesta mora me vació un ojo y un arcabuz cristiano casi me deja cojo.   Poca cosa en comparación a otros muchos desgraciados  que había visto despedazarse bajo los cañones y la pólvora. El único consuelo era un plato caliente, con hígado, patas de cerdo y vino con miel al caer la noche en el campamento. De la soldada que recibía, para evitar que me la robaran  puesto que allí en los campamentos poca cosa podía guardarse a la vista y manos de los otros, lo mejor era gastárselo y así lo hacía  con fruición en  posadas alegres  para alivio de mi cuerpo.

 Aquellos moros, vistos de cerca, no parecían  mala gente, aunque nuestras lenguas eran diferentes nuestras manos nos hacían entender.  A veces les compraba  fruta y carne y otras se las requisaba. Que de algo tendría que comer, cuando nuestros señores se demoraban en su palabra de darnos la soldada.

     Cuando por fin cayó  Granada me pregunté quién pasaba más hambre si esas pobres criaturas de turbantes y lenguas raras o nosotros, soldados de Castilla y Aragón, ungidos por la gracia y gloria del Altísimo.

 Firmadas las capitulaciones de Granada en el año del señor 1491  reanudaron mis problemas puesto que, aunque ya canoso, desdentado y de movimientos torpes mi hambre seguía rugiendo por las mañanas. Menos mal que un amigo que murió de cagalera meses después  de rendirse Boabdil me chivó un secreto. Se necesitaban hombres para una nueva empresa que un marinero italiano de nombre Colón propuso a los Reyes Católicos. El hambre  aprieta  y no tengo nada que perder.  Pondría rumbo a  Huelva. Cerca de allí partirían las naves que de tener éxito darán oro y más honor a España por la gloria de nuestro Señor y de los siglos de los siglos. Me he enrolado en la Nao. He de reconocer que no soy el único muerto de hambre, como yo hay muchos y muy temerarios, pero al menos, si tenemos éxito y no nos caemos por el abismo pasando la línea que marca Finisterre nos haremos  ricos. Maldita hambre. Por qué atenazas tanto. La comida se ha podrido y el viento sopla  muy flojo y la tierra firme como mis esperanzas no se avistan. Menos mal, que de repente en la madrugada del 11 al 12 de octubre del año de nuestro Señor 1492 una voz desde el trinquete nos despierta a gritos diciendo que hay tierra.

 Decían que habría de hallarse  oro, pero yo solo veo a gente desnuda que habla cosas ininteligibles. Ningún maná como el que decía el cura en las homilías de campaña que prometió Dios a los suyos. Menos mal que las mujeres son alegres y cariñosas y sus maridos no parecen ofenderse. Es el único consuelo. Por lo demás sigo teniendo la misma hambre de siempre. Colón ha construido un fuerte, llamado Navidad, pero yo no quiero quedarme. Los indios ya no nos miran con tanto agrado si nos acercamos a sus mujeres. Reniego de esta tierra. No hay oro, no hay riquezas y el hambre insiste y aprieta. Prefiero  morir de hambre en España que en un lugar perdido de la mano de Dios. Qué suerte de aquellos que pueden vivir sin tener que pensar en qué comerán al día siguiente.  Arribamos a las costas españolas bajo las órdenes de Colón. No soy marinero, aunque fingí serlo para formar parte de la tripulación, pero juraría que ese hombre conocía bien aquel océano como para ser una travesía inédita. A Colón le esperan los Reyes Católicos en Barcelona. Les lleva, para agasajarles, cosas traídas del nuevo mundo aunque oro no mucho. Despiertan  la atención de las gentes y de los Reyes  unos indios que   hemos traído con nosotros. Se asombran de verlos con el rostro pintado y casi desnudos, de cuerpo lampiño y el pelo lacio y los pechos de las mujeres al aire. Me temo que mis temerosos de Dios y honestos compatriotas cristianos  no tardarán en sufrir ese picor terrible en sus partes pudendas que los que arribamos a las Indias pronto conocímos tan de cerca  incluido el cura.

Ya no me voy a enrolar más en ningún  viaje con Colón. No tengo edad. Sólo hambre. Desde que me marché de un poblado en el corazón de Castilla ha pasado mucho tiempo. Mi cuerpo dolorido por la vida está lleno de cicatrices. He perdido un ojo, muchos dientes y lo que es peor, la esperanza. No me queda nada, ni tan siquiera ganas por vivir. Tan  solo el querer  saber que España será grande como  patria elegida por Dios, bajo el reino de nuestros Reyes Católicos.  Mis huesos gritan que ya no pueden más en estas tierras de Barcelona que aunque es también mi tierra hablan en un idioma que tampoco entiendo  bien. Solo entiendo de una cosa: que mi estómago me dice que tengo hambre y que para mañana no tengo nada que comer.

FIN



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