SUEÑOS EN BLANCO Y NEGRO. RELATO PARA EL CONCURSO DE ZENDA: SUEÑOS DE GLORIA

 


Sueños en blanco y negro

 

Mis sueños  ya no apuntan al futuro porque cuando éste es negro se hace  difícil apuntar a nada.  Antes  soñar era fácil como cuando deseaba obtener mi título de graduado en derecho y  trabajar en un prestigioso despacho para poder viajar en los veranos    a Nueva York o a Roma o cualquier otra parte del mundo.  Mis sueños  murieron en el pasado. Un pasado blanco que aún puedo acariciar en  la memoria de un tacto gris  que me susurra los placeres sencillos e infinitos de un paseo, un atardecer, un café, un libro, una cita, una copa de vino  o el mirar a una chica  y que te devolviera la mirada.

Y una sonrisa.

 Ahora no  me atrevo a mirar a nadie y menos a una chica. Me costó. No entendía que me tomasen por un espectro.  Mis amigos, al principio, algunos consejos, luego reprobaciones severas y al final  puro olvido hasta desaparecer. Ya no me invitaban, por supuesto, a los cumpleaños de los sobrinos   y las mamás sujetaban atemorizadas a  sus hijos entre sus piernas cuando me veían vagar por los parques de la ciudad. No me quitaban  la vista un solo segundo hasta verme desaparecer.

Como si no hubiera dejado ya de existir.

Más de una vez algún coche Z  detenía su marcha al verme  y me preguntaba. Por qué a mí.   No entendía nada. Hasta que un día de esos, que se afanan en  hundir las esperanzas como plomo en el agua, el  sucio espejo de un aseo maloliente de una estación de autobuses de no sé qué ciudad perdida me lo explicó devolviéndome, de golpe,  todos  los sueños rotos y blancos  que desde hacía tiempo había dejado  de soñar. Un tipo pálido, tan delgado que parecía un atlas andante de anatomía  de  huesos vestido  con una camiseta  sucia, muy sucia, de algodón que no sabía a quién pertenecía y un pantalón vaquero acartonado por los desayunos con  vino de  tetrabrik    y la mugre de los pisos abandonados  y parques donde dormía el fantasma de lo que una vez fui yo.   Un momento de dura lucidez que me devolvió los grandes sueños de las pequeñas cosas como un paseo, un atardecer, un café, un libro, una cita, una copa de vino  o mirar a una chica  y que te devolviera la mirada.

Y una sonrisa.

 Y por un momento, la verdad blanca de aquel espejo me distrajo de mi única gran  preocupación durante las veinticuatro horas del día, los trescientos sesenta y cinco días del año. Conseguir el siguiente pico y tener   en  el bolsillo de mi vaquero una cuchara  y un mechero de llama azul para  seguir soñando en negro.

Hasta dejar de existir.





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