PAUL EL TERRIBLE
PAUL EL TERRIBLE
Paul es
un gato de pelaje gris que encontré recién nacido dentro de una
bolsa de plástico tirada en el contenedor de la basura. No es de raza, pero tiene mucha suerte y vive como un marajá. Mi madre lo cuida como si fuera un hijo más. Es un gato tranquilón, capaz de pasar días sin apenas moverse del sofá excepto para ir a la cocina cuando está mamá. Es un consentido. Un día llegué a casa hambriento. Tuve clases por la mañana en la
Universidad y prácticas sin descanso a la tarde y lo primero que hice fue abrir
el frigorífico y abalanzarme sobre una
lata de paté intacta. Unté unas rebanadas
de pan y tras engullir varias me percaté, con cierta repulsión, que en la lata aparecía el dibujo de un gato. Mi madre me dijo que a
pesar de sus esfuerzos no había conseguido que el gato probase
esa lata —aunque yo no la encontrase tan mala—.
Así que me comí yo, tan feliz, lo que
Paul despreciaba. También mamá suele pasarle por alto la manía esa que tiene de mearse
encima de mi colcha, pero no sólo tiene suerte por eso.
El otro
día preparando mis exámenes del cuatrimestre no podía concentrarme porque mi
cabeza no dejaba de pensar en Maite. Estoy loco por ella, aunque me temo que el gañan de Julián el otro sábado se lió
con ella y además Paul no dejaba de saltar y tirar cosas de la
mesa del comedor. Llevaba todo el día inquieto, más activo de la cuenta. No comía y no dejaba
de restregarse por el pasillo, ronroneando y maullando. Se subió a mi mesa para
desde ahí ver la calle por la ventana. Parece que algún olor procedente de allí
lo atrajera cuando en un descuido al
abrir mi padre la puerta se escapó. No podía perder tiempo en buscarlo,
llevaba fatal los exámenes y pensé que
de no ser muy tonto, no tardaría en regresar
cuando al asomarme a la ventana de mi
cuarto vi a Paul abajo en la calle. Había localizado la fuente de su trastorno. Una gata de rayas, romana, de aspecto fiero, que estaba restregándose
de manera lasciva contra el desagüe de una cañería. Se ponía de puntillas y
frotaba su trasero contra la pared. Paul
se aproximó y la gata con cara de pocos amigos le dio un zarpazo para alejarlo. Paul, desconcertado, retrocedió con la cola
tiesa justo cuando apareció otro gato en escena. Un siamés de ojos
diabólicos y una cabeza descomunal que
también quería conseguir los favores de la hembra. El siamés saltó
sobre Paul dándole un zarpazo que le hace sangrar. Paul reaccionó y con sus dos
patas delanteras le cruzó el hocico. Ahora
Paul echa en falta las uñas que
el veterinario le cortó. El siamés lleva
tiempo viviendo en la dura calle y con
el lomo arqueado vuelve a saltar sobre Paul. Intenta morderle la cabeza y Paul lanza
terribles maullidos como enloquecido, pero se rehace y planta lucha. Los dos se enzarzan como un
ovillo dando tumbos por la acera ante la mirada displicente de la gata. Parece
ufana y complacida de ver como dos machos se destrozan por ella al tiempo que en su rostro se dibuja un gesto de
malicia y de lástima por ellos. El siamés da la impresión de tener muchos celos
corridos, pero Paul tiene la suerte de su parte. Un perro al que pasaba su dueño por allí hace que el siamés pierda la atención y Paul lo aprovecha para propinarle un certero
bocado en sus genitales rematados con unas enormes pelotas que daba miedo verlas. Hasta yo sentí un escalofrío. El siamés huyó despavorido y Paul,
ya sin rival, se acercó por detrás colocando sus patas delanteras en el lomo
de la gata, pero para sorpresa de Paul ella se revuelve y lanza un zarpazo que por poco le saca el ojo. Paul
sangra por todas partes comprendiendo la crudeza de la vida en un solo
instante y con un maullido infernal muerde a la gata entre el lomo y la cabeza.
La gata le ha abierto más todas las heridas que le causó el siamés, pero Paul
se ha sobrepuesto y la ha acorralado contra la pared. Tras varios bocados y
zarpazos de la gata, Paul consigue apoyar sus patas delanteras en el lomo de
ella mientras intenta acertar con su
pito. La maniobra encierra gran dificultad por la movilidad del objetivo y la poca
disposición. Creo que no llegó a cinco segundos el tiempo que Paul estuvo copulando. Serían cinco segundos de un placer infinito
que compensaría la media hora matándose de antes. Un éxtasis que le haría poner en blanco sus
ojos, pero nada más terminar y retirar su pene la gata lanzó un chillido de
puro dolor revolviéndose hacia Paul para arrancarle la cabeza a mordiscos. Paul
huyó con los pelos ensangrentados y erizados.
Lo veía correr por la acera, perseguido por la gata. Cruzó la calle transitada
por coches, que tocaban la bocina para evitar atropellarlo. Pensé que ese sería su final: atropellado tras una historia de sexo de
cinco segundos. La gata se detuvo al borde
de la calzada mirando como Paul pasaba por debajo de las ruedas de un camión y
cuando Paul consiguió llegar al otro lado se detuvo exhausto. Esperando
resignado a que cruzase la gata y le
diera muerte allí. Pero Paul tenía suerte. La gata lo miraba furiosa, pero ante el tráfico incesante se dio la vuelta.
A las
horas, con mis apuntes apenas avanzados un par de folios suspirando todavía por
Maite, regresó Paul. Estaba hecho trizas. Cubierto de sangre, con un colmillo roto y
sangre por todo su cuerpo. Cruzado de zarpazos y heridas enormes. Le acaricié y me lamenté por él y por la triste condición
de todos los machos de todas las
especies animales. Qué trágica condena es, a veces, la de portar
el terrible cromosoma Y.
FIN
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