CARTAS AMERICANAS. UN RELATO PUBLICADO EN LA REVISTA VISOR LITERARIA
EN EL MES DE ABRIL DE 2019 EL CONSEJO EDITORIAL DE LA REVISTA VISOR LITERARIA ESPECIALIZADA EN RELATO CORTO SELECCIONÓ PARA PUBLICAR UNO DE MIS RELATOS:
CARTAS AMERICANAS.
Enlace a la revista donde aparece el relato
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CARTAS
AMERICANAS |
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Juan
Manuel Chica Cruz |
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Ese
hombre, un joven apuesto y educado venido desde Colombia, agitó la
tranquila existencia que llevaba hasta
entonces desde que se presentó en su
bufete dos semanas atrás. Quería que lo representara en los negocios que su
padre, un próspero empresario, iba a establecer en España. A Miguel, los ojos grandes y negros de aquel individuo le parecían unas ventanas desde las que contemplar su propio pasado. Le resultaban muy familiares desde la
primera vez que asomó por la puerta del despacho.
Miguel era un abogado de prestigio, ganado a la par que sus sienes iban plateándose
y aunque llevaba viviendo mucho
tiempo en Madrid, no se había acostumbrado a sus crudos
inviernos tan diferentes a los de Tenerife, aquella isla lejana en el tiempo y el espacio donde se crió y que ahora volvía al
presente gracias a ese inesperado cliente sudamericano.
—España está levantándose. Mi padre asegura que apenas veinte años transcurridos desde la
guerra civil ya puede empezar a ser un
buen lugar para invertir. Es algo que le
hace ilusión —comentaba el joven cliente
—. La tierra tira mucho ¿Verdad, Don
Miguel?
Miguel cada vez que le visitaba alternaba la mirada entre su mesa de roble y aquel sudamericano de tez bronceada y
cabellos oscuros como el carbón. Sentado
frente a él su mera presencia
le sacudía la cabeza removiéndole historias enterradas en el olvido como
hacen las corrientes marinas con el
fondo del mar. Comenzó a rememorar los viajes a América que mucha gente tuvo que hacer cuando estalló la guerra civil en la
península y su metralla moral y de miseria llegó a las islas Canarias.
Entonces muchos hombres desesperados sufriendo por cómo sus familias pasaban
calamidades decidieron cruzar el
Atlántico en busca de suerte. La mayoría no hizo fortuna alguna. Malvivieron peor que lo hubieran hecho en las islas y sintiéndose
raros en tierras lejanas, al
cabo de unos años, agotadas las fuerzas y las ilusiones tornaban, con las manos
vacías y la amargura esculpida en el rostro. Abrazaban entonces a sus mujeres sabiendo que nada volvería a
ser igual a como lo que un día dejaron atrás; experimentado la terrible certeza
de haberlas abandonado por una quimera y dejando escapar entretanto lo poco de
lo que disponían: sus mejores años.
Fantasmas venidos de ultramar
A Miguel todo aquello no le fue
ajeno aunque fuera entonces un muchachillo que
vestía con ropa heredada de gente que la donaba a la
parroquia. Era huérfano de padre y madre desde muy pequeño, pero con la suerte, a pesar de todo, de que el cura del pueblo, D. Bartolomé, lo
criara en su casa de la parroquia y le brindara la oportunidad de estudiar en
el colegio donde él impartía
clases. Fue un alumno aplicado y
despierto de mirada azul distraída que se convirtió en el ojito derecho de
todos los maestros que le iban tocando
curso tras curso.
Durante todo ese tiempo a Don Bartolomé —el cura bueno
como lo llamaban en el pueblo desde que
se ocupara de Miguel—, las mujeres que no sabían escribir —la mayoría— le
daban monedas, como donativo,
para que les escribiera cartas a sus
maridos en América, pero al sacerdote toda esa correspondencia epistolar, alejada de sus cartas evangélicas, terminó por fatigarle el espíritu. Sufría escribiendo
esas cartas de mal
disimulada armonía que destilaban pena a raudales.
<<Mira, Miguelillo —decía D. Bartolomé—, me ruegan para que les escriba
cartas a sus maridos en América y no
puedo desatender mis ocupaciones en la Iglesia, en el huerto y sobre todo el colegio.
Tú tienes buena caligrafía y además,
podrás sacarte algún dinerillo. Este año acabarás el bachillerato y si quieres seguir
estudiando para abogacía te vendrá bien;
sólo dejarás en el cesto de la misa de los domingos lo que
dicte tu conciencia>>.
Las mujeres acudían a
la parroquia por las tardes
después de que acabaran las clases en el colegio, o los domingos después de
la misa y Miguel las atendía en una
salita adornada tan solo con un
crucifijo grande de madera y marfil y un
cuadro de la virgen de Guadalupe.
Tenía un ventanal con el mar
al fondo. Él descorría la cortina de paño verde grueso para tener mejor
luz y les pedía que le dictasen
despacio. Poco a poco, con la idea de
aligerar, se fue tomando licencias para adornar aquellos lienzos grises en el que
transcurrían las vidas de aquellas
pobres mujeres. Miguel se encargaba
también de echar la correspondencia. Le
encantaba el ritual de doblar en tres partes simétricas los folios;
introducirlos con cuidado en el sobre como el que guarda algo valioso y delicado, acercar la
solapa del sobre a la boca para
humedecerlo y cerrarlo bien. Durante aquel tiempo fue tan conocido en la oficina de Correos que los mismos carteros le entregaban a él a las misivas
procedentes de América para que las repartiese a sus destinatarias.
—Todos bien gracias a Dios —, escribía siempre en las cartas de ida.
—Estoy bien, gracias a Dios — leía en las cartas de vuelta.
Sin entender muy bien, Miguel, a cuento de qué
tanto dar gracias a Dios. Una duda que
nunca se atrevió a confesársela a Don Bartolomé.
Y que todavía aún mucho tiempo después
seguía sin resolver.
—¿Vendrá su padre por aquí de nuevo a España alguna vez?
—inquirió Miguel—. Dígale que me gustaría conocerle. Toda la documentación
firmada por usted como su representante estará a su disposición aquí y le hago
entrega de una copia para su padre.
—Tiene ganas de hacerlo, pero por uno o otro motivo
no encuentra nunca la oportunidad. Por eso me envía —le explicó el hijo con un guiño—. Aunque
tras todo este tiempo que he pasado con
usted, creo que ya conoce muy bien a mi familia y que podría
venir a visitarnos alguna vez. Se sentiría como en casa.
Miguel, aprovechando que necesitaba un sin fin de
datos para gestionar los engorrosos trámites
legales, fue sonsacándole cosas al
joven; unas porque eran precisas para
los papeleos, pero también otras con el
único propósito de encajar
algunas piezas. El padre del joven era de origen español, nacido en Tenerife que emigró a
América, como tantos otros, para escapar de la guerra civil y la
miseria con el anhelo de buscar un
futuro, y que tras muchas vicisitudes recaló en Colombia donde por fin hizo
fortuna. Después de más averiguaciones,
por otros medios, Miguel supo que su fortuna empezó a amasarla cuando,
trabajando de camarero, conoció a una
hija de un gobernador local que se
encaprichó de él y terminaron casándose. Pero, por lo que
adivinó Miguel, su hijo no conocía toda la historia de su padre y
cuando Miguel completó aquel puzzle
que el socarrón destino quiso
ponerle delante se decidió a explicarlo en dos cartas. Una con destino a
América y otra con destino a su Tenerife. Como esas cartas
que muchos años antes, en su época de colegial, lo hacía para aquellas pobres mujeres de su
pueblo durante la guerra civil que no
sabían leer ni escribir.
—Entiendo —dijo Miguel guardando los
documentos firmados por el joven y entregándole una copia—.No debería haber
ningún problema figurando usted como su representante, pero no es descartable
que tuviera que personarse por aquí su padre. Ya sabe como es la
Administración. Ojalá esto pueda ser el inicio de fructíferos lazos entre su familia y España —le dijo
sonriéndole.
El joven, después de haber firmado con
parsimonia todo lo que se le puso delante se despidió afectuosamente de Miguel
con un fuerte apretón de manos y se
marchó. Cuando escuchó cerrarse la
pesada puerta de hierro del portal Miguel
apoyó los brazos en su mesa y tras lanzar un suspiro muy largo comenzó
a redactar las cartas que tenía pensadas.
Cada trazo de su pluma sobre el papel lo sentía como una punzada en su corazón.
Las letras del color del hierro avanzaban sobre el blanco del papel como la
proa de los barcos penetran en las aguas
de mares y océanos. En su cabeza
resonaban las palabras de ánimo de D.
Bartolomé la última vez que fue a visitarle a la isla, hace ya mucho tiempo diciéndole que
la vida solía ser injusta y
áspera y que a veces era mejor dejar
que las cosas siguieran su curso porque de
impedirlo terminaban a uno por arrastrarle como el torrente de aguas desbocadas arrastra al
guijarro. Lo difícil —añadió D. Bartolomé— es discernir cuando dejar pasar las
cosas y cuando no.
Mientras escribía alzaba, de cuando en cuando, la mirada
hacia el ventanal de su bufete con
vistas al parque del Retiro. Le parecía estar viendo el mar a través de aquella ventana con una
sencilla cortina de paño verde
grueso cuando escribía cartas para las mujeres del pueblo.
Sólo se
desplazaba a casa de una mujer para escribirle sus cartas. Era
Rosaura, una mujer
hermosa, a pesar de la tristeza que enturbiaba su gesto desde la partida de su marido, Raimundo Ficadent. Apenas salía de casa; solo se la veía para ir al lavadero a lavar la ropa y acudir a la casa de un adinerado del pueblo, como asistenta doméstica. Tenía una hija pequeña, Rosaurita la
llamaban. Sus ojos negros como la noche y grandes como el sol eran un calco a
los de su padre.
<<Estamos bien gracias a Dios,
pero te echamos en falta, Raimundo, vuélvete para España. Rosaurita no deja de preguntar por ti>>, escribía
Miguel ante la mirada humedecida y voz
quebrada de Rosaura.
—Miguelillo, hijo, léeme otra vez
estas cartas de mi Raimundo. Son
preciosas —decía Rosaura reconfortándose al restregar un grueso fajo de cartas
contra sus su mejillas.
<<Hola, Rosaura, no hay noche que
no cierre los ojos pensando en ti. No ha de tardar el momento en que regrese
junto a vosotras. Las dos perlas que
quiero más que a nada en este mundo y en el otro>>, le leía
Miguel, ruborizándose por la vergüenza y vacilándole la voz por la angustia de
la culpa.
Cada vez que acudía a su casa
a Miguel se le encogía el corazón.
Por cualquier cosa a Rosaura se le inundaban de lágrimas los ojos y sus suspiros no dejaban de resonar. Lo
único que parecía sacarla de su lamento constante era cuando Miguel anunciaba carta de América.
A Rosaura, decían, se la veía por el pueblo recorriendo sola las
calles de noche. Se figuraba que paseaba por el empedrado de las calles cogida de la mano de su amado Raimundo. En el
pueblo murmuraban que la pobre estaba enloqueciendo y Miguel
movido por la lástima a Rosaura, pero también por su hija, sabedor del dolor como huérfano que suponía la falta de un padre, descubrió
una manera de aliviar aquella pena mórbida: leyéndole cartas nuevas de su marido.
Aunque Raimundo escribiera muy poco.
<<Estoy bien gracias a Dios,
pero no
soporto esto, Rosaura. En
Venezuela no encuentro nada. Como ninguno de los que vinieron conmigo. Debería
mentir y decirte que me va mejor, pero no puedo. Además debo de huir. En el puerto me quedé con parte
de una mercancía. Un encargo de unos tipos y ahora me están persiguiendo otros
con mala pinta. Un conocido ha prometido llevarme en camioneta hasta
Colombia. Yo quiero embarcar para
España, pero ni tengo dinero, ni me puedo dejar ver por aquí. Tuyo, con amor>>.
Tan solo una carta.
Miguel fue entonces cuando conducido
por un sentimiento de compasión
manipulaba los matasellos y sobres
venidos de América y le decía que había
llegado carta de Raimundo. Era lo único que hacía recobrar el aliento a Rosaura. Esas cartas
la revivían como el agua a la planta reseca.
Miguel sonreía mientras por dentro se le retorcía el estómago presagiando que Rosaura caería
desvencijada como un mueble de
madera podrida si supiera que
Raimundo —su Raimundo como ella le llamaba— escribió tan cruelmente poco y entonces, entornando los ojos
continuaba las imaginadas cartas de Raimundo:
<< El trabajo no da para mucho,
pero ni comida, ni techo falta. Incluso
podré ahorrar un poco, cuando el patrón en el puerto cumpla su promesa de
subirnos el sueldo. Lo único que me
mantiene con esperanza eres tú y la niña. Es un trabajo duro. Calor sofocante
con mosquitos que muerden más que pican, pero aguantaré, sabes que soy fuerte.
Mientras, te debes ir apañando. Ya verás cómo antes que tarde todo habrá quedado en un mal sueño. Te quiero a ti y a Rosaurita más que a nada en el mundo.>>
Y así, poco a poco, Miguel fue
recreando la historia de otra vida. De otro Raimundo que sólo existía en la
imaginación de Miguel con el único propósito de alimentar la esperanza
suficiente a Rosaura que pudiera hacerla sobrevivir.
Y de Rosaurita.
—Miguelillo, hijo, léeme las cartas
otra vez de mi Raimundo, por favor—le
rogaba Rosaura.
Y Miguel como el enfermero que administra morfina a
un paciente terminal se las releía. Una y otra vez.
Un día que Miguel se presentó en casa de Rosaura para
entregarle una de sus cartas americanas se topó allí con un señor vestido con traje claro y unos zapatos que brillaban
mucho. No paraba de jugar con
Rosaurita. Le había traído un peluche
enorme casi tan grande como ella y entre risas de la niña no hacía otra cosa
que levantarla en brazos, pellizcarle las mejillas y hacerla
girar cogiéndola de sus brazos en
torno a él.
—Es el señor Don Riscau —le dijo
Rosaura—. Trabajo en su casa y se ha ofrecido para escribirme
las cartas. Ya no te molestaré más; además, D. Bartolomé, me ha dicho que
dentro de poco marcharás a Madrid para estudiar abogado ¿no?
<<Por lo menos, un montón de
carcajadas inundaban la casa>>, pensó Miguel mirando
al elegante señor trajeado que jugaba con la pequeña. Oír
risas en aquella casa
resultaba extraño como ver
nevar en verano, pero poco duro aquello.
Antes de que acabara el colegio, Rosaura le esperó una tarde a la salida.
<<Ese sinvergüenza del señor
Riscau cree que por que tenga dinero y una
sea pobre que no hay dignidad. Dice que cuidará de Rosaurita como su propia
hija. Malnacido. Si le enseñara las cartas que
me escribe mi Raimundo no se atrevería a insinuárseme de esa manera.
Necesito Miguelillo que me vuelvas a escribir>>, le pidió Rosaura
Y entonces el Raimundo imaginado
volvió a escribir cartas hasta que
Miguel marchó para estudiar abogado en
Madrid. D. Bartolomé le consiguió, gracias a una recomendación, alojamiento en
una casa de religiosos donde le
cuidarían bien y que además no quedaba
demasiado lejos de la Universidad.
Miguel, a pesar de los años, nunca se olvidó de Rosaura ni de Rosaurita,
pero el miedo le impedía averiguar qué fue de sus vidas y con el Raimundo real y el figurado, sobre
todo cuando, una vez, en una de las cartas que escribió a D. Bartolomé cuando
estudiaba Derecho le confesó su culpa:
<<Querido padre: En la universidad
me va muy bien. Las notas son como en el colegio, no han menguado nada. Cómo
verá, me esfuerzo siguiendo siempre sus
sabios consejos, pero he de contarle ahora otra cosa que me atenaza el
corazón. En el pueblo escribí cartas a Rosaura haciéndome pasar
por su esposo, Raimundo. Bien sabe Dios que lo hice intentando sacarla del pozo
en el que se hallaba sumida y para evitar que se hundiera con ella, Rosaurita,
esa niña tan preciosa. Sólo un huérfano, y perdóneme usted, puede saber lo que es ese dolor de no tener
un padre y una madre, pero sé que no
actué bien y no sé qué hacer>>.
El cura le respondió en otra
misiva diciéndole que Raimundo por lo
que él sabía jamás regresó a Tenerife y que Rosaura ya no salía de casa y que había
perdido por completo la cabeza; era Rosaurita, hecha ya toda una mujer por
fuerza de las circunstancias quien
cuidaba de ella y también que el señor
Riscau, se había suicidado. Había abusado, mucho tiempo atrás, de varias niñas de entre cinco y diez años —como Rosaurita por
entonces —, aprovechando que sus padres estaban en América. Cuando
se destapó el asunto gracias a
una denuncia anónima no aguantó la deshonra
y se ahorcó. Afortunadamente —recalcó—, Rosaurita no era una de las
víctimas.
Fue entonces, cuando Miguel cogió fuerza suficiente para regresar a Tenerife
y hablar con Rosaurita.
Confesarle su pecado.
Tal vez, sin quererlo —pensó Miguel—,
la hubiera salvado de algo terrible. Quizás las cartas del Raimundo imaginado
dieron fuerzas a Rosaura para no
rendirse y engatusada dejarse caer en
los brazos de aquel monstruo que devoraría a Rosaurita.
<<Quizás sin esas cartas
figuradas de Raimundo que escribió su
pobre madre se hubiera dejado engatusar por aquel Riscau y, a lo peor, Rosaurita hubiera caído en las
manos de ese malnacido pederasta>>, pensaba Miguel decirle.
Rosaura lo miró como se miran a las
cosas raras sin atisbo de familiaridad y
Rosaurita —así la seguían llamando en el pueblo—, tan altiva como dolida. no atendió a sus razones. Lo acribilló con
miradas frías y voz parca y si lo recibió fue por la insistencia de D. Bartolomé. Al final
del encuentro cuando Miguel se marchaba
de aquella casa que tanto recordara por escribir y leer cartas, con la cabeza recibió una última bofetada: Rosaurita le culpó de la locura de su madre por darle
esperanzas con esas malditas cartas americanas tan falsas como la sonrisa de
Judas. Esas esperanzas —decía Rosaurita—
fueron las que la empujaron a su madre
al abismo de la demencia.
La lámina de vidrio que protegía la
mesa empezó a devolverle reflejos verdosos y azulados cuando anocheció y tuvo
que encender la luz del flexo y cuando
concluyó las dos cartas plegó cuidadosamente los folios para meterlos
en los sobres. No dejaba de pensar en los ojos de Rosaurita tan iguales a los
de aquel joven cliente venido de Colombia unidos por lazos de sangre y cuando cerró los dos sobres sintió haber
cerrado un círculo.
Un círculo en el que nunca debió de
entrar.
Apagó las luces del despacho y al salir
a la calle tosió y se subió las solapas
del abrigo. De camino a casa se detuvo delante de un buzón de correos y sacó del
bolsillo las dos cartas. Una, con
destino a Tenerife en la que escribía a
Rosaurita de su padre, esta vez de verdad, De Raimundo
Ficadent y de su media familia nueva americana, con sus señas y paradero preciso. Otra, con destino a Colombia
en la que le hablaba a Raimundo, el padre de su joven cliente, de lo caprichoso del destino.
Ya con las cartas a punto de deslizarse entre sus
dedos para caer al buzón, un escalofrío
le recorrió entero desde el cráneo a la
planta del pie.
Una señal —interpretó Miguel— de que ya estaba bien de cambiar el devenir
de las personas con cartas. Y, alejándose a paso rápido de allí, un soplo de aire gélido le hacía recordar que
nunca se acostumbraría al frío del invierno, ni al
frío del corazón.
FIN
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