UN RELATO: PIEL DE ÉBANO
PIEL
DE ÉBANO
Mi piel de ébano no sería obstáculo y el idioma lo aprendería pronto. Trabajaría al principio como empleada
doméstica en España y después quién sabe. Podía sentirme afortunada —dijo mi
tío—. Mi padre se empeñó en llevarme a
la escuela todo el tiempo que pudo. El maestro decía a mi padre que era muy buena alumna y
que aprendía mucho y rápido. Por las noches, salíamos de la casita de adobe
y tumbándonos en unas esterillas de
esparto, bajo el cielo cálido y
estrellado, le enseñaba a mi papá el nombre de muchas de las estrellas y
constelaciones. Él reía y me miraba a mí más que al cielo. Decía que mis
dientes de nácar formaban la constelación más bonita del universo. Mi padre me libró de ir al curandero para
hacerme esa cosa tan terrible que se hacía con todas las niñas. La prima
Ceyma murió tras una horripilante infección después de que
el curandero usara una chuchilla casi tan oxidada como los cascos de los buques
abandonados que encallaban
en las costas rocosas donde rompía con furia el Atlántico.
Pero unas fiebres
se llevaron a papá al cielo y entonces mi tío convenció a mamá. Me llevó
al puerto. Allí le esperaba un
desconocido que tras soltar unos cuantos billetes me agarró del brazo como si
fuera el asa de un cántaro de su propiedad. Por la
manera en que mi tío guardó el dinero y esquivó mi mirada una mala sensación me embargó.
Ahora en España todas las noches recuerdo a mi padre.
Vivo en una casa con jacuzzis que al
caer el sol enciende luces de neón rosas,
rojas y azules. Esas luces se reflejan en el cristal de mi ventana y se
proyectan sobre las sábanas de mi cama, sobre mis muslos y en el vientre. Mientras los hombres babean y besuquean mis pechos y se echan sobre
mí y gimen de placer me distraigo
observando los reflejos rosas, rojos y
azules sobre sus velludas espaldas y luego cierro los ojos.
Hay un pueblo cerca. A través de la ventana veo sus lucecitas. Supongo que muchos de los que vienen vivirán allí. Me pregunto si tendrán
hijas. Oscar y José, los dos chicos que sirven copas en la barra,
nos regañan cuando los clientes no piden bebidas. Pasan por aquí muchos hombres. Viejos y
jóvenes. Guapos y feos. Se hacen los interesantes. Y nosotras siempre
sonriendo. Tenemos que fingirles buena cara. Y si alguna no obedece, Diego, el
dueño del local, le pega.
Las primeras veces
sentí náuseas, pero ya no. Te acostumbras a todo. Al horror también. He perdido la cuenta de los
hombres que han pasado por mi
habitación. De cuantas lenguas han baboseado mi piel de ébano que tanto les
gusta y aún así el dueño dice que le
debemos dinero y que tengamos mucho ojo
porque somos ilegales y nos deportarán.
Deportarnos a dónde —me pregunto—. Qué lugar peor que éste.
Por las noches
cierro los ojos. Lo hago para no sentir ese asco que te cimbrea hasta las entrañas. De pequeña
me gustaba la noche, ahora la aborrezco. Una luz roja en la habitación es la
señal del dueño para avisarnos de que el cliente debe marcharse. El dueño nos
cobra por estar aquí y no deja de amenazarnos con hacernos daño.
Llega un cliente.
Se desabrocha el cinturón sin decir
palabra. El sonido de la hebilla contra
el suelo rompe mis tímpanos y me rasga el alma. Sus piernas son blancas y muy finas para su
abultada cintura. Su sonrisa enseña unos
dientes amarillentos. Me acuerdo de las noches estrelladas de mi aldea y de mi
padre. Coloca sus manos en mis hombros y
empieza a babosearme.
Cierro los ojos.
De repente,
comienza a agitarse y se lleva la mano al pecho. Deja de respirar. Miro en su bolsillo y cojo su cartera de cuero
negro. Tiene su documentación y algunos
billetes. La luz roja tardará unos minutos en encenderse. Es la oportunidad. Salgo
al pasillo y bajo las escaleras despacio. Al fondo está la puerta de salida. Hay un vigilante, se llama Paco, y es corpulento. Si consigo ganarle unos metros a la carrera antes de que
reaccione quizá logre escapar. Me quito los zapatos con tacones de vértigo. Cuando iba al colegio descalza era la que más veloz
corría por las dunas. Un frío terrible envuelve mi cuerpo.
Llevo una falda muy corta y una transparencia. Esta ropa no está hecha para el frío, solo
para la lujuria de saldo. Escucho la voz de Paco ¡Eh, Lorena! ( nombre de
guerra con el que me bautizaron en el local); ¡Eh, guarra! Dice después, pero afortunadamente lo escucho más lejos. Sigo corriendo. Tengo que llegar al
pueblo. Los camareros corren detrás mía, son más
rápidos que el vigilante. Calibro mis
fuerzas y la distancia que nos separa.
Mejor morir.
Están a punto de alcanzarme cuando veo unas
luces azules girando al borde de la carretera y un vehículo de color blanco y
verde. Mis perseguidores dejan de gritar y eso me da fuerzas. Distingo a dos
personas de uniforme al lado del vehículo. Uno de ellos, al verme casi desnuda
y tiritando de frío exclama: <<¡Mujer!>> y saca una manta del maletero para que me tape, mientras aún distingo entre las sombras los
ojos brillantes de mis perseguidores.
En la comandancia
de la Guardia Civil un tercero me sirve café caliente e informa a los otros dos que
han llamado diciendo que hay un cadáver en casa Ana. Entonces les muestro la
cartera de cuero negro y digo
que sé quién es el muerto.
Debe de ser alguien
importante (me digo) porque los tres
uniformados han dado un respingo al ver
la documentación, pero lo cierto y lo duro es que importantes o menos importantes muchos han sido los hombres que han pasado por allí.
Uno de los Guardias
Civiles me aparta la mirada y asiente entristecido.
Parece haberme leído el
pensamiento.
FIN
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