LA CURVA DE FRAN
LA CURVA
DE FRAN
De aquella discoteca enclavada entre la carretera y la playa salía una música que podía oírse a distancia. A pesar de las muchas horas de
fiesta ya consumidas y de que el sol hacía buen rato que había presentado sus buenos días muchos jóvenes
como él y no tan jóvenes se iban congregando
como autómatas en aquel lugar extraño santuario de luces y sinfonías
de pajarracos metálicos. Él, con los ojos entrecerrados y la boca estropajosa,
bailaba con docilidad. Parecía un muñeco roto balanceando
tronco y extremidades de manera descompasada. Ensimismado con aquella
áspera música que golpeaba la sesera quizás estuviera recapitulando la
juerga corrida mientras daba giros sobre
aquella pista de baile con vistas al mar. Empezó
la fiesta por la tarde del día anterior con tres amigos más, a la que después se fue agregando y desagregando gente. A una chica
presentada por no sabe quién en un momento de la noche acabó
invitándola a una raya de coca en uno de los aseos de mujeres. "Lo mejor de la noche",
pensó. La chica, agradecida, le dejó
esnifar a él otra raya sobre el canalillo de su escote y tras el consiguiente subidón le bajó los pantalones a lo que él correspondió
subiéndole su vestidito ajustado hasta
las caderas y bajándole el tanga hasta las rodillas.
No podía asegurar si aquella chica estaba ahora allí o
se había quedado en la discoteca de
antes o si la habían secuestrado dragones voladores. En realidad no se acordaba ni de su nombre. Sólo se acordaba, eso sí, del
color rojo del tanga que llevaba.
Se acercó a la barra y pidió
otro gin tónic. "El último",
dijo para sí.
Cuando salió del garito el sol
le hizo cucar los ojos. Con paso cansado y arrastrando las zapatillas contra la
gravilla se encaminó a los aparcamientos. Giró la cabeza en derredor buscando
su coche. Tampoco recordaba donde lo había aparcado. Hundió sus manos en el bolsillo de su vaquero
y sacó las llaves. Un doble pitido y parpadeo de su flamante vehículo, un Mercedes que le
regaló su padre, le indicó a donde tenía que dirigirse. Abrió
la puerta con dificultad y se dejó caer sobre el asiento. Tras sujetar el volante con las dos manos
resopló y hundió la cabeza entre sus hombros. Una bocanada de ardor le quemó la lengua y un
incipiente dolor de cabeza hizo que se
frotara las sienes para aliviarlo. Se
colocó unas gafas de sol que sacó de la guantera y arrancó el motor. Pisó a
fondo el acelerador y una nube de polvo acompañó
al ruido estridente provocado por los neumáticos deslizándose sobre la
grava. Un acelerón absurdo porque a los pocos metros debía pararse y hacer un
stop para poder incorporarse a la carretera.
Fran madrugó. En verano prefería
entrenar con las primeras horas del día para atenuar el castigo del astro rey. Los
primeros kilómetros siempre los hacía suaves. Eran de calentamiento. Acariciaba
el manillar de su cabra como llamaba a
su modesta bicicleta que le regaló su padre por aprobar bachillerato y selectividad con buena nota. Aquel verano,
antes de empezar la Universidad pensó que sería buena idea trabajar como
camarero en la cafetería del pueblo en turno de tarde. Con el dinero que sacara
podría comprare una cannoval de
cuadro ultraligero a la que tenía echado el ojo desde hacía tiempo. Para cuando
dejaba las últimas casas del pueblo a sus espaldas consideraba que ya había
calentado lo suficiente y empezaba a
apretar el ritmo. Pasaba todos los días tres o cuatro horas sobre el sillín de
la bicicleta recorriendo muchos
kilómetros y escalando los puertos desde
dónde veía al fondo el mar que acariciaba su pueblo.
Muchas pedaladas y muchos
esfuerzos siguiendo las líneas blancas del arcén con un ojo y con el rabillo
del otro pendiente de lo que viniera por detrás.
Aquel día le había costado mucho
trabajo levantarse. Era sábado y se notaba el peso de la semana con el trabajo
en la cafetería y los entrenamientos sobre la bicicleta. Cerró la cafetería
casi a las una de la madrugada y a las
siete cuando sonó el despertador le pareció que acababa de acostarse, pero cuando
dejó el pueblo atrás comenzó a notar que su cuerpo fluía de nuevo. El corazón
empezaba a rugir con brío y a cada latido, a cada pedalada, percibía que se
desperezaba todo su ser.
Con las horas extras que le
pagaría su jefe el mes próximo o al siguiente todo lo más tendría ahorrado lo suficiente para comprarse
la bicicleta de sus sueños. Lo que sumado a su gran fortaleza física le haría
ser la envidia de todos sus compañeros de club ciclista. Animado por estos
pensamientos apretó los dientes y hundió la cabeza en el manillar dispuesto a
batirse a pedales contra el asfalto y el crono. A pocos kilómetros de dejar el
pueblo la carretera tenía una curva muy cerrada, pero no por ello dejó de
pedalear. Esa curva la conocía muy bien.
La había tomado muchas veces. Desde unas decenas de metros antes los aledaños
se despejaban y el mar aparecía en toda
su inmensidad. El viento de poniente traía una música metálica y gris y Fran
siguió pedaleando briosamente preparándpse para inclinarse sobre la bicicleta hacia el interior de la carretera y no salirse
hacia afuera.
Antes de tomar la curva aquel viento de ponente y música oscura trajo también un ruido de motor que
le encogió el corazón.
Cuando le interrogaron en el
cuartel no recordaba si apretó el acelerador o si respetó la señal de stop. Lo
único que repetía una y otra vez es que todo fue muy rápido.
Un choque duro y seco.
Y aunque no lograba recordar
nada más lo que jamás pudo olvidar fue aquel impacto de cráneo contra automóvil que tiñó de
rojo todo el capó.
Un golpe que martilleó su alma durante el resto de su vida.
FIN
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