QUIÉN CUIDA A LOS NIÑOS
Sonó el teléfono
y Helen saltó como loca sobre él. Marcus acariciaba en el jardín a Yago,
un gran danés, muy viejo. La contemplaba a través de la cristalera con desgano. Por la manera en
que asentía al teléfono intuía ( a su pesar) que había
conseguido su propósito. <<No tuvieron hijos cuando pudieron por decisión firme de ella y ahora,
en la cincuentena, le entraba un
arrebato febril por criar hijos>>, pensó irritado mientras
vaciaba un cartón de leche en el plato de Yago.
La casa ardió
y ni el señor ni la señora Peterson pudieron hacer nada por escapar de las
llamas. Afortunadamente sus dos hijos se salvaron. Entre los
escombros pudieron encontrarse los cuerpos calcinados del
padre y la madre. El señor Peterson se habría fracturado el fémur,
probablemente al caerle una viga mientras intentaba abrir la puerta
atascada del sótano para rescatar a su esposa. La fatalidad hizo que el
pestillo quedara bloqueado y que ella quedara atrapada.
Los bomberos
nunca habían visto nada igual. En cuestión de minutos las llamas lo
arrasaron todo. También les impresionó que los dos hijos,
de siete y ocho años, estuvieran en el jardín, observando el
incendio. Sus rostros tenían una expresión difícil de descifrar, pero
nadie podría afirmar que fuera miedo.
Tras
aquella catástrofe esas dos criaturas quedaban huérfanas. Y sin ningún
familiar conocido. Los Peterson
llegaron al pueblo hace algunos años. Nadie sabía mucho de ellos, pero se
les veía en misa los domingos y participaban en obras de beneficencia que organizaba la
iglesia. Precisamente en la parroquia fue donde Helen entabló amistad con
aquella familia. El día que Helen invitó a los Peterson
a té y galletas caseras a casa Marcus tuvo que encerrar a
Yago en el cobertizo porque no dejaba de ladrar. Marcus se fijaba en los
hijos de los Peterson. Tenían el cabello muy oscuro ( contrastaba con el
tono bastante más claro de los padres) y aunque se comportaban de manera
educada percibía algo extraño en ellos. Nada que pudiera, desde luego,
verbalizar, pero cuando los observaba con el rabillo del ojo, por más
disimulo que pusiera, enseguida se daban cuenta y le sostenían la mirada. Esas
miradas estaban lejos de lo que deberían ser unas miradas
infantiles, pero se calló y en la cena no comentó nada.
Marcus vertió hasta la última gota del cartón del leche en el plato de Yago y
entró a la casa. No necesitó preguntar a Helen con quien había hablado
por teléfono. Ella, exultante, se lo dijo: <<Era el
párroco. Los servicios sociales nos autorizaban a que cuidemos de los
niños>>.
Los niños a los
que se refería eran por supuesto los hijos de los difuntos Peterson. En el
pueblo todos alabaron aquella decisión generosa de Helen y Marcus.
Los primeros
meses con los niños fueron maravillosos. Al menos para Helen, pero a
Marcus le daba la impresión de que actuaban con precisión para ganarse la
confianza de Helen. A él no es que no le hicieran caso, pero los besos hacía él
eran fríos como el mármol. Un día Helen le dijo que sería mejor dejar atado en
el cobertizo a Yago, porque temía que pudiera morder a los niños. Fue entonces
cuando Marcus comprendió que algo entre ellos se había quebrado, por más que
Helen lo disfrazara diciéndole que eran sus celos estúpidos hacia los
niños lo que lo estropeaba todo.
Una noche Marcus
se desveló y decidió salir al jardín. Pasó por la habitación de los niños y
sintió curiosidad. Abrió muy despacio la puerta, lo suficiente para
que entrara un tenue haz de luz del pasillo y lo que vio le hizo
estremecerse. Los dos hermanos estaban incorporados en la cama con
sus ojos abiertos de par en par y muy brillantes fijos en él. Al día
siguiente la luz de la mañana borró sus miedos y pasó todo el día riéndose de
sí mismo.
Quizás Helen
tuviera razón.
Poco después,
Yago apareció muerto. <<Era algo
que se veía venir >>, dijo Helen sin
tristeza, pero Marcus no creía que la edad fuera la causa de la muerte y
pidió al veterinario una autopsia. Este le miró con escepticismo,
pero ante su insistencia y un billete de cincuenta dólares que dejó caer sobre
su mano accedió. La autopsia reveló que el tracto digestivo estaba quemado
entero.
Marcus
buscó en el cobertizo. Allí debería haber guardada una lata con veneno
para roedores sin abrir, pero la encontró abierta y desprecintada.
Después vio a los dos niños asomados a la ventana del cobertizo. Juraría
que una media sonrisa afloraba en sus labios. Y Marcus pudo imaginar donde
estaba el veneno que le faltaba a la lata.
Marcus se
encaminó al Ayuntamiento. Un amigo de la infancia
trabaja en sus oficinas y le rogó que indagara toda la información que
pudiera sobre los Peterson. Averiguaron que venían de un pueblo a miles de
kilómetros de allí. Su amigo funcionario simulando hacer un informe
sobre el censo local llamó al ayuntamiento del pueblo del que procedían
y le dijeron que la familia Peterson nunca tuvo hijos, pero
que, tras mucha insistencia de la señora Peterson, adoptaron a dos hermanos
huérfanos.
Tras otra trágica
fatalidad en forma de incendio.
Marcus sintió el
miedo galopar por sus venas. Debía llegar cuanto antes a casa y nada más abrir
la puerta llamó a gritos a Helen, pero un terrible golpe en su pierna
lo derribó. Una fractura de fémur es algo muy doloroso como bien
pudo certificar el señor Paterson cuando también quiso, como Marcus,
poner fin a toda aquella historia. Esta vez Helen iba a
tener más de suerte que la señora Peterson que no pudo escapar de las
llamas porque su marido la dejó encerrada en el sótano.
—Marcus, amor
mío. No corras. Puedes caerte y hacerte daño — Le dijo Helen con
una sonrisa fría. Calcada a la de los niños—, pero no debes preocuparte. Yo
cuidaré de los niños.
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