PARA EL CONCURSO DE ZENDA: HISTORIAS SOBRE NUESTROS HÉROES.

HÉROES DE CIENCIA


  Meses antes de decretarse el  estado de alarma  a R.  le había finalizado  su beca  en el Instituto Pasteur de París y   regresaba a España lleno de ideas,  pero también de incertidumbre porque no sabía a “ciencia” cierta si podría  continuar con su labor investigadora en la Universidad en la que se doctoró hace ya algunos años.  Pasó varias semanas a la espera preocupado por su porvenir, mirando ver pasar el tiempo a través de la ventana de su pequeño cuarto meditando qué hacer con su vida y si  hacer  maletas de nuevo  y probar fortuna a buscar trabajo en algún centro de investigación biomédica fuera de España. Hasta que, por fin,   una fría mañana recibió la llamada del catedrático del Departamento de Virología e Inmunología comunicando la buena nueva de que había podido conseguir tras muchas vicisitudes   una pequeña financiación para una línea de investigación contra la lucha microbiológica y que contaban con él. 
R. respiró aliviado.
 Se iba acercando  a los cuarenta y aunque tenía una sólida y reputada formación científica a sus espaldas  eso no le daba más que para    vivir de alquiler compartiendo piso con otros dos compañeros si quería estar cerca de la Universidad y siempre con el alma en vilo,  pendiente de becas y contratos de investigación con fecha de caducidad.   Pero  quiso ser científico  y desde que acabara Biología con  notas excelentes fueron incontables las horas, sin que le pesara lo más mínimo, las  que había  pasado en el laboratorio,  de día o de noche, rodeado de matraces, probetas, cajas de petri, microscopios, centrifugadoras,  tubos de ensayo y cobayas.
Por poco más de mil euros. Y no pocas veces pagándose de su exangüe bolsillo algún  viaje que otro     a algún congreso internacional.
Y agradecido siempre.  
 Había disfrutado de  estancias  en varias de las universidades  más prestigiosas del mundo. En América y Europa, viviendo solo,  lejos  de sus seres queridos y aunque se lo callaba,  cuando le mordía la soledad lloraba por no poder  abrazarlos.  Las vídeo llamadas le dejaban  vacío   durante las largas temporadas que pasaba fuera de España, pero solo así podría   añadir  párrafos  a un currículum brillante en donde cada línea sumada representaba  un esfuerzo homérico de  trabajo de investigación científica,  horas  quemándose las pestañas delante del ordenador    y el flexo  redactando artículos con complicados cálculos matemáticos   y batallas inacabables con  sinsabores  de toda índole. Todo para asegurarse un futuro, siempre anclado  en el aire, en el mundo de la investigación.
 R. asumía esto y sólo se  concedía un  descanso  los sábados por la tarde. Salía con algunos amigos. Acudían a algún bar y veían el partido de fútbol que estuvieran retransmitiendo. Aunque no le gustaba mucho  el fútbol ni tampoco los bares, lo hacía un poco de manera autoimpuesta, quería tomar el pulso a la vida en la calle  y no perder el contacto con la gente. La vida investigadora es muy absorbente y de algún modo tenía que establecer alguna separación  aunque fuera débil como la de una muralla de arena levantada en la playa frente a las olas. Sus amigos jaleaban a Mesi o a Ronaldo y lo sorprendente para R.  es que la sociedad parecía dispuesta a desembolsar  millonadas de euros  por ver a esos jugadores exhibiendo  su talento en el césped y sus peripecias   narrada en la prensa  ocupando  decenas de páginas diarias. Con lo que le costaba a R. y a otros muchos investigadores que le publicaran un artículo en  revistas científicas,  que les concedieran algún espacio en los medios o por no decir ya  del tener si no  un mediano pasar  al menos un un poder seguir.   En  los noticiarios de televisión raro era el día que no  le dedicaran algunos minutos a las avatares por los que atravesaban esos dioses modernos del balón con sus dolencias musculares, discusiones con  entrenadores y  compañeros de vestuario o  cuando se sentían afligidos ante la  hinchada siempre exigente.  
Sus fintas, sus goles eran festejados  por millones de personas en todo el planeta. Desde cualquier lugar del mundo desarrollado se  pagaban dinerales por lucir las camisetas de sus equipos favoritos con los nombres de estas figuras a sus espaldas con las que acudían ufanos a los estadios de fútbol, los nuevos templos modernos.
 Pero todo eso fue  antes de la pandemia COVID19.
Ahora la curva de mortalidad no terminaba nunca de aplanarse, las cifras de muertos no dejaban de subir, y la gente ansiaba   ver, leer o escuchar en el telediario, en la prensa o en la radio la noticia de que algún laboratorio hubiese dado ya con una vacuna que les protegiera del temido coronavirus y que se les permitiera recuperar aún poco a poco  la normalidad. Salir a las calle, abrazarse, pasear con sus hijos y regresar, los que tuvieran suerte, a su puesto de trabajo.
R.  seguía depositando la mismas energías en su trabajo siempre precario entre pipetas y micropipetas, cotejando datos y  en contacto permanente con colegas de todo el mundo. Acababan  de pasar a la última fase de experimentación una vacuna, fruto del trabajo de colaboración entre varios Institutos de investigación biomédica y Universidades entre la que se encontraba su equipo. Todo parecía indicar que en breve se dispondría por fin de la esperada vacuna contra el coronavirus.  Vacuna que (como casi todas)  supondría un ahorro incalculable  de muertes  y también, en coste económico que  es, por qué no decirlo,   la antesala a más pérdidas de vida entre las clases más desfavorecidas.

R.  deseaba que las calles estuvieran de nuevo inundadas de vida y  desde la ventana de su habitación poder volver a ver en el parque a los niños jugando felices a la pelota, pero en el fondo de su corazón  soñaba también  con que sus mayores, en adelante, les hicieran caer (y de paso, ellos mismos) en la cuenta de la importancia de la ciencia. Reflexionar sobre la vida entregada de muchos hombres y mujeres de ciencia que salvaron, salvan y salvarán las vidas de mucha gente. 

FIN


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