LA RESPUESTA


LA RESPUESTA

Juan era un joven de tez morena y cabellos tan oscuros  que cuando abría la boca  sus dientes  parecían   estrellas relucientes.    Hijo de   labriegos,  su familia no había hecho otra cosa, durante generaciones,  más que trabajar la tierra. Tierras de ricos que gentes como la familia de Juan convertían en  fértiles regándolas con  lágrimas de  sudor  en la certeza de saber que  por mucho que se esforzaran   seguirían malviviendo mientras los terratenientes  serían   más adinerados. Cada vez más lejos unos de otros como las estrellas en el firmamento. Pero la madre de Juan no quería para él escribir en su frente la misma suerte que habían corrido todos los de su sangre.
—No podemos esperar cambiar las cosas haciendo siempre lo mismo—repetía la madre.
 Un día tras una visita del dueño de la finca  éste se interesó por Juan.
—Se está haciendo un buen mozo—le dijo al padre con brillo en los ojos y México necesita de buenos soldados para combatir a los gringos. Además añadió condescendiente, te daría una parte de lo que me dieran si consigo que lo recluten.
El padre  calló y siguió  enseñándole la cosecha de maíz como el que oye truenos  y confía en que no le coja la tormenta.
Aquella noche  fue el padre quien le dijo a la abuela que  enseñara al nieto lo que ella  nunca quiso enseñar. Decía que mejor  ser pobre que despertar la ira de algo peor que la miseria. Pero también comprendía que la próxima vez que apareciera por allí el terrateniente se llevaría al nieto a la guerra y que  los soldados de familias humildes eran para los generales poco mas que sacos terreros  para detener  balas enemigas. La abuela se afanó entonces en enseñar en   las noches tibias de aquel pueblo de casas blancas sus secretos de brujería maya. Cuando  Juan estuvo preparado  marchó del pueblo  y su habilidad pronto  corrió de boca en boca por  la comarca y  después por todo el país. Ganaba dinero porque su clientela era  gente   rica dispuesta a pagar lo que fuera.  Aun llenos de miedo querían conocer la respuesta a una pregunta que solo Juan podía responder. Juan se encerraba  con la persona   en una habitación a oscuras iluminada tan solo por la luz de dos velas dispuestas sobre un tapete blanco  y recitaba el conjuro maya que aprendió de la abuela.  En algún momento  veía escrita  la respuesta sobre el trozo de tela blanco  y era entonces cuando  cogía las manos de quien tuviera enfrente. Era la señal.  La gente en ese instante sabía que Juan tenía la respuesta.  Tragaban saliva y suspiraban en un silencio tan profundo que casi dejaba oír a los corazones palpitando. Algunos, en ese instante se echaban para atrás y abandonaban la habitación sin querer saber,  pero la mayoría con duda en sus ojos asentían con la cabeza y  entonces Juan les daba la respuesta. Algunos respiraban aliviados cuando la  fecha que escuchaban   quedaba  lejos; pagaban a Juan  y  marchaban felices. A otros, en cambio, un nerviosismo les  consumía el cuerpo desde ese momento arrasándolo como Juan veía    al mildiú destruir las cosechas.
En el pueblo  las autoridades  criticaban a Juan. Decían  que un hombre nunca debería saber el día de su muerte. Que  saberlo les perturbaba el sentido de tal modo que vivían desde ese momento como si ya estuviesen muertos.  A los pobres, en cambio, el saber la respuesta a esa pregunta nunca les inquietó  demasiado. Cuando les tocara su turno se encomendarían  y fin del  penar en la tierra. El del cielo o del infierno —decían—no podría ser mucho peor.
  Cada dos o tres semanas Juan acudía al pueblo y le entregaba todo el dinero conseguido a su padre. Algún día —le decía— podremos comprar esta tierra. Seremos los propietarios y trabajaremos para nosotros. Nadie nos regalará migajas por partirnos los brazos.  A Juan estar con sus padres y su abuela era lo que le daba la vida. Ni todo el oro  del mundoafirmaba podría comprar una familia.
En uno de sus viajes Juan llegó hasta   Monterrey y se instaló en una modesta casa de huéspedes durante un tiempo.  La noche antes de partir   cuando ya había dado la respuesta a varios prebostes   y se disponía a descansar llamaron a la puerta. No esperaba a nadie, pero  se dirigió a abrir. Se topó con un señor alto y delgado, de cara macilenta que le hizo una leve reverencia.
—Disculpe por importunarle. He oído decir que usted puede saber algo que quizá me interese.
El hombre sonrió y  mostró una bolsa repleta de monedas.
—Tengo  curiosidad en saber qué respuesta  da.
Juan dudó pero tras unos segundos abrió la puerta de par en par y le dejó pasar. Le hizo sentarse y comenzó a preparar  el ritual. La noche era muy calurosa y parecía avanzar más rápido que otras.  Las velas se consumían proyectando una sombra del hombre alargada como un ciprés pero sobre el  pañuelo blanco  Juan no conseguía leer nada.
 Cuando la noche comenzaba a desaparecer, Juan se dio por rendido.
Nunca me había pasado esto. llévese su dinero le dijo  al extraño hombre que le escrutaba con ojos acerados.
El hombre lanzó una  carcajada y cogió la bolsa repleta de monedas.
No la va a necesitar, de todos modos dijo , pero yo si le voy a ser algo más preciso de lo que usted ha sido conmigo. Si se hubiera rendido antes  tal vez le hubiera dado tiempo para despedirse de su familia. Ahora, con el sol  despuntando no sé, y quiero que sepa una cosa más: no me gusta que vaya por ahí nadie adelantando a la gente mi llegada.
Juan  salió despavorido  picando  espuelas a su caballo sin parar. Cuando llegó a casa su madre le salió  encuentro, pero Juan, cruzada ya la frontera entre el mundo de los vivos y los muertos, sólo pudo escuchar  un atroz grito.  

FIN



Comentarios

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Me encanta, Juanma. La narración y el ritmo es impecable. Muy bueno. Un abrazo

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