PARA EL CONCURSO ZENDA #MiMejorMaestro

 




EL PROFE DON RAMIRO

Desde que con cuatro años entré al parvulario  hasta que concluí mis estudios en la facultad fueron casi dos décadas pasando por muchas  aulas y muchos maestros pasando por ellas. De todos, el que más huella  dejó fue Don Ramiro. Don Ramiro era mi profesor de filosofía en el instituto. Cuando  me dio clases  ya era muy mayor  o eso parecía porque cuando me enteré de  su jubilación me sorprendió que no lo hubiera hecho mucho  antes.  Era menudo, vestía desaliñado y fumaba mucho, a escondidas casi siempre. Se disculpaba ante nosotros por ello, con su cigarro humeante que  ocultaba ahuecando su mano. No podía evitarlo. Sus  dedos amarillentos indicaban que era un rehén de la nicotina, pero aún así, haciendo del error una virtud  supo inculcarnos el desprecio a los cigarrillos escarmentando de manera vicaria  con sus toses que parecían iban a romperle los pulmones y su mirada asustada al ventanuco de la puerta temiendo que apareciera  el director del centro para reprenderle. De los de nuestra clase ninguno llegó a fumar y aprendimos que  no necesitábamos hacernos más hombres o más mujeres recurriendo a   caladas a un pitillo en los salones de los recreativos los viernes o en la discoteca los sábados.

Cuando  el culo no sabías como ponerlo sobre la silla durante  seis horas seguidas  encorvado delante de un pupitre. Cuando ibas  cada mañana al instituto lleno de sueño y desgana con una carpeta cada vez más cargada de  apuntes en folios con bordes rotos a medida que avanzaba el trimestre y sin los deberes hechos. Cuando en las clases  llenaban pizarras y  más pizarras bajo el repiqueteo  inquietante  de una tiza en el encerado marcando como  campanadas de entierro el ritmo de lo que luego habría que empollarse si querías aprobar. Mientras ibas alimentado tu carpeta de  gomas cada vez más tensadas  con folios y más folios,    fórmulas, ecuaciones, perspectivas cónicas, ciclos del agua, de Krebs, sintagmas nominales y revoluciones. Mientras te despistabas paseando la vista sobre  los brazos morenos de Susana o de Ana sentadas varios puestos más adelante. Mientras  recitaban las declinaciones rosa/rosae aliviado porque no te habían sacado a ti,    pendiente en salir lo más rápido posible en cuanto tocase el timbre del recreo para no  hacer cola en la cafetería y conseguir un bocadillo de mortadela con un pan que no estuviera muy duro. Cuando uno, en definitiva,   está en el instituto en esa edad tan crucial dónde se fraguan los destinos y las almas pero no se  está del todo lúcido para comprenderlo, con Don Ramiro todo era diferente. Sus exámenes los preparabas a conciencia. Sus deberes nunca estaban sin hacer. Con él no era estudiar era aprender.  Sin una gran puesta en escena en sus clases sabía sacar de nosotros lo mejor. Sus ojos brillaban encendidos de pasión cuando nos hablaba de los estoicos, de los epicúreos, de Hume, Kant y toda la retahíla de pensadores sin que a toda esa profundidad le faltara nunca el humor. Escuchaba nuestras explicaciones como  si estuviéramos enseñándole un mundo nuevo para él. Explicaba palpándose de cuando en cuando los bolsillos, supongo que para cerciorarse de que llevaba consigo la cajetilla de cigarros. Su voz entusiasta  nos iluminaba como faro en la noche y lo más importante: nos enseñó a pensar. En sus clases  el tiempo  se detenía y ya no importaba otra cosa que el escucharle disertar, los dilemas morales que planteaba y a partir de nuestras respuestas y sus fumarolas  mostraba una radiografía que reconstruía  cómo había ido evolucionado el mundo. Supe después que Don Ramiro antes de la llegada de la democracia no lo pasó bien y que pisó algunas cárceles por precisamente hacer lo que enseñaba tan bien: pensar, pero en sus clases jamás se le oyó decir una palabra que nos permitiera deducir que fuera de tal o cual ideología o partido político. No hacía falta.  Ningún alumno aunque lo suspendiera en septiembre fue a chivarse al director de que fumaba en las clases  y aunque ya por aquella época los alumnos podíamos ser lobos feroces con las pupilas fijas en las presas más débiles de entre nuestros maestros nunca nadie le faltó el respeto a Don Ramiro ni una sola vez. Por eso, echando la memoria atrás, además de agradecerle a Don Ramiro el no comprar en mi vida un solo cigarro le debo algo mucho más importante: el que me enseñara a pensar.

FIN

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