"TINTA DE OLIVO"
"Tinta
de olivo"
El
pasado día 24 de octubre tuvo lugar la presentación en el Museo de Arte Íbero
de Jaén del libro "Tinta de
Olivo". Un libro recopilatorio con los relatos ganadores y finalistas del
concurso literario organizado por la Asociación cultural "másqueCuentos"
con el periodista Juande Vanverde a la
cabeza. La edición del libro contó
además con la colaboración de la Editorial Liberman y su editor Pedro Molino,
la fundación Jaén de Unicaja y el apoyo de la Diputación. La temática del concurso era el mundo del olivar y el oleoturismo. Y tuvo,
según los organizadores del evento, una
elevada participación con muchos trabajos procedentes de lugares tan alejados
como Libia, Argentina, y países de Europa del este. Más de 200
obras de las que 25 han sido incluidas en este libro y con la enorme
satisfacción de que una de estas historias la escribí yo. Se titula
"Recuerdos" y a juicio del Jurado mereció el honor de estar entre los
finalistas. Todo un orgullo para mí.
El
acto de presentación tuvo lugar en el
museo de arte Íbero de Jaén. Un espacio moderno, de amplias salas que constituyó un
lugar perfecto para la presentación del libro. A la conclusión del acto el arqueólogo
Vicente Barba ofreció una visita guiada a los asistentes por el museo. Una
guinda perfecta al evento.
A
continuación les dejo mi relato:
RECUERDOS
Fue el último verano que pasaste en el
pueblo. Disfrutabas recorriendo con la bicicleta aquel camino de cipreses que se abría paso entre un mar de olivos como alfombra plateada y polvorienta que moría a
los pies del pueblo abrigado con aquella abrupta sierra, a sus espaldas, de
moles rocosas, picudas y cuarteadas por el tiempo
que se recortaban en el cielo.
Y cómo, cuando llegabas a la casa de la
abuela, tirabas la bicicleta en el patio e ibas disparada buscándola para
decirle que habías llegado la primera a
la fuente del pintor. Que le habías ganado a Alberto.
Fue aquel verano, con doce años, que sentiste el amor quemándote la piel, con Alfonso, dos años mayor que tú, cuando te
cogió de la mano en la bodega del molino de aceite, entre depósitos
mastodónticos jugando al escondite con Alberto.
Fue ese verano, poco antes de empezar el colegio cuando te
fuiste para no regresar nunca más.
Fue el verano en que murió Alberto.
La abuela siempre os sacaba el desayuno
al patio, en la enorme mesa de piedra, al cobijo de la sombra del nogal. Siempre era Alberto a quien servía primero. Ni
a su primo Alfonso mayor que él, ni a ti
que eras la más pequeña.
<¡Ay!, mi Albertito, el niño más guapo. El único nieto varón.>>, le
chillaba la abuela pasando su mano por sus mofletes rollizos.
Y cuando tú le decías que no era el
único nieto varón, que Alfonso también era nieto suyo, la abuela fruncía el
ceño, entornaba los ojos y te respondía:
< Paco —el padre de
Alberto y María—, mi único hijo, el que continuará el apellido de esta casa.
La madre de Alfonso, tu tía Dori, no
decía nada cuando oía decir eso a la
abuela. Cortaba las rebanadas de pan de
sierra y tú la observabas ahogar su mirada en el chorro de aceite verde
brillante con el que preparaba vuestras tostadas y tu
madre lejos, en la ciudad, sabías que no quería a la abuela. Siempre decía a papá de la abuela era egoísta
y también escuchaste a la abuela decirle
a tía Dori que tu madre había engatusado a papá y que le estaba convenciendo
para abandonar por completo aquel pueblo e irse a la ciudad y trabajar en el banco en lugar de seguir con el molino de aceite y los
olivares que fueron del abuelo.
<>, decía la abuela pasándole la mano sobre sus hombros mientras le
acercaba el cuenco de leche a rebosar de trozos de pan y azúcar.
Y tú siempre empeñada en demostrar a la
abuela que a cualquier cosa que te pusieras lo hacías mejor que tu hermano Alberto.
Ese niño mimado al que atiborraba la abuela de comida y de afecto. Algo así era lo que le
decías a tu primo en un desahogo sordo y eterno
cuando te perdías con él por el molino de aceite contiguo a la casa de
la abuela.
Si durante el desayuno o la comida o la
cena se acaba el aceite la abuela te
mandaba a ti ir a la zarra y rellenarla.
Cogías la alcuza metálica sin levantar
la vista, paso ligero, pasillo al fondo
y, aguantando el miedo cuando entrabas la bodega, te preguntabas porqué nunca se lo pedía a Alfonso o a
Alberto.
La abuela tenía por costumbre en las
meriendas empapar el pan —aquel pan ojoso y pesado que nunca más volviste a probar — con aceite al que después añadía onzas de chocolate y si tú pedías más nunca
había, pero Alberto, cuando jurarías se había zampado su merienda, entraba a escondidas en la cocina y salía de
allí con otro pan y onzas de chocolate con una
pequeña sonrisa dibujada en el rostro
arrugado de la abuela al fondo.
Os gustaba bañaros en la alberca pero también en la
balsa del molino que la abuela
llenaba en verano con agua fresca donde aliviar del calor tórrido
del mediodía en el pueblo.
A escondidas de la abuela os gustaba ir
al patio del molino, allí había una tolva enorme. Trepabais y os encaramabais a
lo alto de ese gigantesco embudo de acero a ver quién llegaba antes. Y casi
siempre, a pesar de la agilidad de tu hermano, ganabas tú. Y después, encaramados a lo alto, viendo el fondo oscuro
de aquel depósito sentías miedo, algo de
aquel miedo negro y profundo que nunca más te abandonó.
La abuela os enseñaba el molino de aceite como quien muestra un tesoro, pero cuando explicaba lo que se hacía allí, en realidad
solo parecía que existiera Alberto. El
único nieto varón de su único hijo varón.
Lo miraba con tanta ilusión que hasta sus ojos vidriosos por lo edad parecían
brillar. Observaba a su nieto Alberto con
la misma esperanza depositada en aquellas tolvas de que les llegaría el momento, en los tiempos de luna y agua,
para llenarse una y otra vez con la aceituna recolectada de los cosecheros insuflando vida al molino como lo hace un corazón que empieza a latir
en el vientre materno.
Y tú recordabas como aquel verano sentada sobre aquellas piedras de granito que entre
capachos prensaban la aceituna diste tu
primer beso y sentiste las caricias del amor en tu piel quemándote las entrañas.
Alfonso ponía sus manos sobre tus
hombros y notabas los tirantes de tu camiseta de algodón como el obstáculo más
grande que jamás hubiera existido.
La abuela a media mañana preparaba un montón de fruta en un bol grande. La
troceaba con agilidad con su navaja en una especie de macedonia, pero las mejores
piezas, el melocotón más oloroso, el higo que más miel rezumaba y la mejor pera las reservaba para Alberto que se las servía
aparte.
Tú no odiabas a Alberto. Al menos, nunca quisiste reconocer como odio lo que tu
abuela despertaba en ti. Te rebelabas
que alguien por destino y casualidad fuera objeto de tanta atención. No entendías
como podía haber personas que pudieran ocupar tanto espacio quitándote a ti el
tuyo. Cualquier cosa que la abuela le elogiaba por lo bien que lo hacía tú lo superabas. Cuando la tía Dori os
ponía a los tres a hacer dictados, los tuyos eran perfectos. Todas las cuentas
y operaciones matemáticas las hacías sin cometer error alguno. Los mejores
resúmenes, los tuyos. Tú, la que
memorizaba a la perfección los versos de Machado.
"Los olivos grises,
los caminos blancos.
El sol ha sorbido
la calor del campo;
y hasta tu recuerdo
me lo va secando
este alma de polvo
de los días malos".
Pero tu recuerdo jamás se secó ni pudiste sacudirte el alma polvorienta.
Un día, tu tío Fonsi,—el yerno de la
abuela y marido de Dori—, os llevó a unos terrenos de la abuela, unas lomas entre dos barrancos de pendientes onduladas, suelos de nácar y
olivos recios con agujas de plata. Fuisteis
en un Land Rover destartalado,
pero robusto como los troncos enmudecidos y
retorcidos de los olivos, testigos serenos del paso del tiempo que
dejabais a vuestro paso, atravesando senderos y cauces pedregosos de riachuelos hasta que al
fin se detuvo en un ancho del camino. Durante
el trayecto os explicó que esos ramilletes blanquecinos y diminutos eran las flores del olivo y que la flor se
llamaba rapa.
Vuestro tío os decía que esas tierras
eran tan fértiles que hasta sus olivares de secano podrían competir con los de
regadío. Vosotros no entendíais nada, pero él os seguía explicando
que quería cultivar unos plantones de
otra variedad novedosa y diferente a la picual, la arbequina, de maduración más
temprana, si la abuela — propietaria de
aquellos terrenos— le daba su permiso. Tu tío mientras os hablaba, inspeccionaba el
terreno. Se agachaba y desmenuzaba los terrones con la mano. Andaba de manera
errática de aquí para allá hasta que vosotros
jugando despreocupados siguiendo
la hilera de juncos y cañaverales que marcaba el paso del río en una de las barranqueras lo dejasteis solo
escudriñando el terreno. De repente, Alberto, el que según la abuela era el
elegido para seguir con las tierras y el molino de aceite, lanzó un agudo
chillido. <>, gritaba presa del miedo Alberto.
Vuestro tío no tardó en llegar hasta
vosotros y en cuanto se fijó en la picadura —dos puntadas finas separadas por
dos centímetros— puso su boca sobre la herida y succionó con fuerza. Después se
alejó unos metros para perderse entre los juncos. Al rato apareció ya con gesto aliviado y os dijo: <>, tras lo cual arrojó a
vuestros pies una culebra de herradura,
de color marrón con unos dibujos negros en zig-zag sobre sus escamas y con la cabeza machacada por una piedra. <>,
aclaró.
La tarde que murió Alberto fue
una tarde de añiles anaranjados
cuando el sol cansado empezaba a despedir el día. Estabais en el patio y
Alberto se subió —como tantas otras veces— a la tolva. Alfonso y tú lo
observabais desde abajo como con sus piernas fuertes trepaba con agilidad felina y justo en el
momento previo de alcanzar la parte final donde encaramarse algo pasó. Le falló
el equilibrio y se precipitó al suelo de cemento.
La abuela llegó corriendo y abrazó a
Alberto inerte entre un charco de sangre, sin dejar de gritar. Después apareció tu tía
Dori y con mucho esfuerzo pudo separarla y fue la que llamó a tu madre. La
abuela seguía con la mirada perdida y gritando tumbada en el suelo y golpeándolo.
Decía —refiriéndose a su nieto Alberto— que cómo le podía haber hecho eso.
La tía Dori con mucho cuidado os separó a ti y tu primo
Alfonso que en silencio cogidos de la mano permanecíais inmóviles. Después de darte un vaso de agua
consiguió que despegaras los labios y así pudiste hablar por teléfono con tu madre. Dijo
que avisaría a tu padre y que en muy poco tiempo llegarían al pueblo. Que se
llevarían el cadáver y lo enterrarían en la ciudad. Que nunca más volvería al
pueblo y a continuación te preguntó: <<¿Estás bien?>>,como si no
pudieras estarlo, y lo que era peor, cómo si ella intuyera que a pesar de la
muerte de Alberto, tú pudieras estar bien.
Meses después cuando tu madre entraba
en tu cuarto para desearte buenas noches llegabas a odiar ese momento. Tanto
que fingías dormir y no abrías los ojos y te dabas la vuelta y te tapabas el oído
con la mano para no oírla. Nunca jamás salió de tu cuarto con esas risas como
cuando lo hacía del cuarto de Alberto.
Y cuando poco después
del entierro de Alberto te dijo que papá y ella se divorciaban, pero que no era
por Alberto, que en realidad ya estaban muy distanciados tiempo atrás, tú te
preguntabas: <<¿Y por qué tendría que ser por Alberto la separación? ¿Yo
no podría significar algo también para ellos?>>. Después pasaste largas
temporadas con tu madre durante las que no te dejaba hablar con tu padre y ni
que lo vieras y la habitación de Alberto la dejó diáfana. Cada vez que te
preguntaba si querías algo de Alberto, algún libro, algún dibujo suyo, decías
que no y en mitad de su habitación dejó
una mesa con velas, algo así como un altar, con fotografías de Alberto donde tu
madre pasaba horas enteras de rodillas. Decía que era meditación. Ejercicios de
yoga, pero tú, en silencio, la maldecías. Te gustaría suplicarle que te
dedicara a ti algo del tiempo, sólo una pizca del que le dedicabas a Alberto incluso estando muerto.
Después con el tiempo, tu madre se fue
a vivir a una comuna hippy cerca de la Sierra. Nunca pudo recuperase de
aquello.
Tú,
tampoco.
Meses después del accidente, no
recuerdas si antes o después del divorcio, tu madre te preguntó cómo había sido la muerte de Alberto. Tú le
contestaste que le dijisteis a la abuela que ibais al patio del molino y ella
no dijo nada, pero que cuando Alberto estaba trepando por la tolva ella apareció
y le gritó guiñándoos un ojo a ti y a tu primo: <>. Alberto entró en
pánico y fue cuando se cayó y que sobre el cemento del suelo aún vivía, pero que la abuela lo abrazó sin
dejar de gritar que cómo podía hacerle una cosa así a ella.
Tu madre lanzó un chillido agudo, enorme
e infinito y en sus ojos viste la locura.
Aún resuenan en tu cabeza esos gritos y
no puedes borrar esa imagen como tampoco las de aquel verano.
<>, le dijo a tu padre por teléfono.
Y cuando tu padre habló contigo con voz
calmada, sin rencor y mucha dulzura te pidió que fueras más cuidadosa cuando
hablaras con tu madre y que no le dijeras esas cosas porque le afectaban mucho.
Y que estaba de los nervios muy delicada.
Como si
supiera la verdad.
Han pasado veinte años y el nogal del
patio sigue tan grande como era antes. En cambio la casa de la abuela parece
mucho más pequeña. Recordabas su casa, el patio y la alberca todo mucho más
grande de lo que en realidad era.
Alfonso, tu primo, te observa. En
realidad no te ha quitado un ojo de encima desde que llegaste al pueblo. Te ha
acompañado hasta el cementerio donde está la tumba de la abuela. < debía avisarte cuando
falleció la abuela>>, te dijo cuando te llamó por teléfono.
De vuelta del cementerio os habéis
detenido en la fuente del pintor. Bajo aquel olivo centenario. Y acaricias su
tronco rugoso. El dolor te hace mantener la serenidad y evitas que tu
desolación interior escape de golpe. Alfonso abre la boca y un miedo te estruja
el corazón. Crees que va a hablar de la muerte de Alberto << Sé que
odiabas a la abuela>>, dice y el corazón te deja de palpitar y un frío
intenso se escapa por tu frente. Pero entonces le miras y sabes que el secreto de
la muerte de Alberto con él permanecerá oculto como durante los veinte años
anteriores.
Hasta la tumba.
Él estuvo a tu lado cuando animaste a
Alberto a escalar por la tolva. Te fue
fácil. <>, le dijiste y Alberto rápido como una centella se encaramó a las
columnas y comenzó a trepar con soltura. No sabes si un poco antes de llegar al
poyete de arriba o un poco antes le gritaste: < una víbora>>. Entonces, empezó a balacearse, perdió al instante su
seguridad y sus piernas se soltaron o
quizá fuera primero su brazo de
apoyo. Un sonoro golpe como el de una
sandía estrellándose, os devolvió al suelo a Alberto. Aún estaba vivo. Alfonso
y tú os quedasteis paralizados, pero cuando llegó la abuela ya estaba muerto.
Alfonso te mira fijamente mientras te apoyas en el tronco aquel olivo solitario
a los pies del caño de agua de la fuente. Olivo testigo de vuestras carreras en
bicicleta de aquel verano mientras esperaba cargarse de zafiros y rocío en
invierno.
Alfonso
es quien cuida de las tierras de la abuela y quien junto a su padre transformó
el viejo molino de aceite en una almazara moderna. Acaba de comercializar con éxito una marca de aceite oliva virgen extra
temprano, de la variedad arbequina. Con
la aceituna cosechada en aquel terreno
en el que su padre, el marido de la tía Dori, con el permiso de la
abuela después del fallecimiento de Alberto, plantó.
Alfonso te dice que ha soñado con
Alberto. Que en sueños se le aparece Alberto
alto y fuerte y que os pregunta a ti y a él: <> Y te pregunta si tú has soñado eso también.
Y tú, que ya no volviste al pueblo
jamás, le quieres decir a Alfonso que cuando te llamó por teléfono tuviste que
apoyarte sobre la mesa del escritorio y que te derrumbaste. Y que, de repente,
como una herida que supura, todos tus
recuerdos desde aquel verano, el de la
muerte de Alberto, que te habían
emponzoñado te vinieron a la cabeza de golpe. Que aquellos recuerdos que como en el poema de Machado que
tan bien recitabas en el patio de la abuela a la sombra del nogal te los
había secado ese alma de polvo. E Ibas a
decirle que con aquella llamada habían salido todos tus miedos,
negros y profundos como cuando te encaramabas a la tolva, todos tus odios, pero
con lágrimas humedecidas te concentras en la corteza rugosa de aquel olivo y
tragando saliva humedeces de nuevo aquellos
recuerdos que seguirán secando ese alma
de polvo de tus eternos días malos.
FIN
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