CUENTO DE NAVIDAD: UNA CARTA A LOS REYES MAGOS
UNA
CARTA A LOS REYES MAGOS
Cogió las notas del
primer trimestre y cabizbajo las dobló sin mucho interés guardándolas en el
bolsillo de su pantalón. Demasiados suspensos como para albergar esperanzas de
que los reyes magos trajeran algo que no
fuera carbón y eso que, este año, tenía pensado escribirles una carta
con mucho esmero. Nada que ver a la de
años anteriores escritas de manera apresurada,
con letra unas veces demasiado
junta y otras tan espaciada que parecían islas en un
mar de deseos y peticiones entre reglones torcidos y borrones. Francisco cuando escribía las cartas a los reyes magos sacaba la lengua y a ratos
entornaba los ojos como si esos gestos de concentración le ayudasen, pero por
una razón u otra siempre acababa torciéndosele algún renglón y
a partir de ese momento la mano le
empezaba a temblar y el bolígrafo a pesar impidiendo que pudiera seguir
escribiendo de manera legible. Pero este año sería diferente. Además, había pasado del colegio al instituto
y estando ya en primero de ESO — suponía—, los reyes magos esperarían ya de él una carta escrita en condiciones.
Francisco no les decía a sus amigos que escribía cartas a los reyes magos.
Albergaba algunas sospechas que revoloteaban sobre su cabeza como nubarrones sobre un cielo claro, pero que ilusión despertar el día de reyes, brincar de la cama y correr hasta el salón para ver los regalos que sus
majestades de oriente habían dejado. No entendía como se podía prescindir de
una felicidad así, pero por si acaso no
comentaría lo de su carta, podrían reírse aunque para eso a sus compañeros de clase no les hacía
falta mucho. Lo hacían de manera habitual. A principio de curso, levantaba a
menudo la mano para preguntar, pero la
cara ojiplática de los profesores y las risas mal disimuladas de los compañeros
le disuadieron de seguir haciéndolo.
—Entonces, profesor: ¿Qué fue antes, el bing bang o Dios? —preguntaba Francisco confuso con el
batiburrillo que tenía en la cabeza entre las explicaciones en la clase de Ciencias
y las de catequesis de los miércoles con el cura Don Amadeo.
Sus padres acudieron al Instituto. "No se centra en las
actividades. Creemos que padece déficit atencional", les dijo serio el orientador sin levantar apenas la vista de los test que había
rellenado su hijo en dos fugaces visitas a su despacho — y de paso, releer
el nombre completo de Francisco para
recordar de quién se trataba exactamente. Es muy extraño —respondieron los padres—. Hasta
el año pasado, en el colegio iba muy
bien y aprobaba todo con buena nota.
En casa, sus padres
aparentaban calma, pero la voz quebrada unas veces y estruendosa otras delataba su preocupación. Harían todo lo
posible para ayudarle y Francisco callaba. Prefería que pensaran que tenía
algún problema de carácter psicológico a decirles que aquel supuesto diagnóstico
en realidad se llamaba Laura y que no se situaba en algún lugar de su
cabecita sino en la fila de al lado,
cuatro pupitres por delante del suyo y que era una chica guapísima de cabello
negro que le caía por los hombros. La
única, por cierto, que le ayudaba cuando le pedía que, por favor, le repitiera los
ejercicios de matemáticas que habían mandado para casa y ella, siempre con
paciencia y una sonrisa dulce, se los decía.
Y los de lengua.
Y los de Ciencias Naturales y los de Sociales.
Incluso las notas
podrían haber sido peor de no haberle ayudado con la asignatura de Plástica, aunque
Francisco dibujaba bien. Se despistó y olvidó
hacer el trabajo final. Unas láminas
sobre volúmenes y sombras. Laura le dejó
unos bocetos suyos que él completó en
clase de matemáticas. De haber suspendido también esa asignatura los reyes magos
no le darían opción alguna siquiera al regalo más modesto que figurara en su
carta.
Francisco acudió aquella
fría tarde de vacaciones de Navidad al centro comercial. Se subió las solapas
de su abrigo y apretó el paso para entrar en calor. Sabía que hasta las ocho en los pasillos estarían los pajes reales
recogiendo cartas para los reyes magos y que era el
último día para entregarlas. Guardó cola
paciente entre niños mucho más pequeños que él, acompañados por sus padres. Llevaba
la carta en la mano, repasando lo que les había pedido, si se había dejado algo
y calibrando las posibilidades de aquella
misiva. Cuando de repente entre la multitud distinguió a Laura. Inconfundible.
Francisco, de manera espontánea, gritó su nombre alzando la mano para llamar su
atención. Laura iba acompañada de algunas amigas y giró la cabeza hacia él. Le
sonrió y se le acercó.
—¿Qué haces aquí
Francisco? Preguntó con una sonrisa a medio camino entre la sorpresa y la
incredulidad.
Francisco se
sonrojó y su rostro adquirió tanto color como los vestidos pomposos del paje
Real, farfulló algo sobre unos juegos
para la play que debía comprar y
guardó su carta a los reyes magos hecha un ovillo en el bolsillo.
—Vaya desastre —dijo
ella—. Me habían seleccionado para salir este año como rey mago en el desfile.
Me hubiera encantado poder ver la cara de ilusión de los niños. Es precioso verles con esa alegría,
pero hoy me han dicho que ya tienen a los tres.
—Iba a echarle la
carta a los reyes magos a mi vecino —improvisó con voz impostada—, pero hay demasiada cola y estoy
cansado de estar tanto de pie —y, añadió con semblante duro—: le diré que se la
eché.
—Pues, si te apetece
—le dijo Laura con brillo en los ojos—nosotras vamos al McDonald
y me gustaría que vinieras
conmigo.
Francisco bajó y
levantó la cabeza en gesto afirmativo porque de su boca no podía salir palabra
alguna. Sus sospechas habían ennegrecido por completo su cielo antes despejado, pero esta vez los reyes magos le habían traído un regalo maravilloso a su corazón de recién adolescente
abierto al soplo del amor.
FIN
muy bonito
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