CUENTO DE NAVIDAD: UNA ADORACIÓN DE OCCIDENTE
UNA ADORACIÓN
DE OCCIDENTE
El turbador silencio de la noche lo rompió un Ford Fiesta aproximándose a poca velocidad junto a
la acera y Erika apretó su bolso. Ese
era su nombre de guerra, tan falso —se decía ella— como mucho de lo que rodeaba el ambiente navideño. Se subió un poco más la ya ceñida y corta faldita de cuero negro. El aire gélido soplaba salvaje entre las
destartaladas calles de aquel polígono industrial y acuchillaba su cuerpo semidesnudo. La joven
Erika se contoneó dibujando bajo los
destellos pálidos de una farola los
trazos de toda la lascivia de la que era
capaz con su silueta. Juntó sus muslos y se irguió para mostrar bien su trasero y sus
pechos que ya de por sí se dejaban más que entrever bajo la camisa roja semitransparente de
encajes, completamente inútil para proteger del frío y sólo pensada para encender la hoguera de la
lujuria en los ojos de quien posara la mirada. A finales de diciembre y
primeros de enero era una época dura, de mucho frío, pero propicia a la vez. Muchas comidas y cenas de empresa y de amigos.
Atiborrados de comida y nubladas las entendederas por el alcohol
se llenaban empalagosamente la
boca de buenos deseos y feliz Navidad y como colofón, no pocas veces, acababan visitando lugares
como aquel donde Erika se afanaba para dar todo el amor que se quisiera consumir.
Amor completo por muy poco dinero.
Muchas compañeras de Erika en esas fechas se ausentaban precisamente para celebrar la Navidad y Reyes con su familia y eso le ofrecía un mayor margen de negocio y menos competencia. Erika prefería quedarse. Así se
ahorraba tener que fabularles a sus familiares el modo en cómo se ganaba
la vida. Desde la silla tan desvencijada
como sus esperanzas en la que se sentaba
mientras esperaba durante horas muertas la llegada de clientes contemplaba las fachadas de las empresas y a través de sus ventanas a empleados que recogían su mesa al acabar su jornada laboral justo cuando Erika
comenzaba la suya. Erika recelaba de la
gente. De vez en cuando alguna de sus compañeras
aparecían llenas de moratones y golpes. No podía fiarse de nadie. Ni siquiera de la Policía.
Uno de los policías, un señor algo mayor
y con el cabello largo y muy blanco ya le había multado en varias ocasiones. Erika
pensaba que no tenía otra cosa mejor que hacer y que la buscaba obcecado con el propósito de echarla de allí. Decía que no podía exhibirse así en mitad de la calle y Erika —inútilmente— le suplicaba que
hiciera la vista gorda. A esas horas, en
las que ella se movía, nunca había visto pasar niños y que si alguna vez lo hicieran ella se ocultaría a su vista. El
policía, indiferente, ladeaba la cabeza mientras
le entregaba la copia de la denuncia y ella arrugándola con rabia la convertía en una
bola de papel justificándose en que si
no vistiera así los clientes no se
fijarían en ella y buscarían a otras.
El Ford fiesta,
conducido por un hombre de piel negra, que andaría sobre la treintena y que vestía
algo desharrapado con una cazadora muy raída
se detuvo al llegar a la altura de
Erika y se produjo el buscado cruce de
miradas .
El viento glacial calaba
hasta el alma y aquel destartalado coche
y su conductor hicieron desvanecer las esperanzas de un cliente con la cartera
repleta dispuesto a fundirla, pero aún así Erika esbozó una magnífica sonrisa.
El conductor miraba
como el joyero que escudriña una piedra
preciosa. Intentaba cuantificar cuanto placer podría conseguir de aquel cuerpo
y a qué precio.
Erika agitando su
cabeza echó hacia atrás su larga melena rojiza que antes llevara recogida y lanzó
un sensual beso apoyándose en la
ventanilla del copiloto asegurándose que su
generoso escote se viera bien. Los ojos del hombre chispearon y Erika supo al instante que habría acuerdo.
Curtida en estas lides a pesar de su juventud en este tipo de comercio lanzó una tarifa aumentada que le fue
le aceptada con una complaciente sonrisa y subió al coche. Ella le indicó un lugar para detenerse fuera
del alcance de las cadavéricas luces de las farolas y cámaras de seguridad de
las naves industriales. Él apagó el motor, pero Erika, acariciándole su ensortijado cabello, le pidió que no lo hiciera para así mantener
encendida la calefacción. De repente, una luz azul inundó
el habitáculo a ráfagas y Erika frunció el gesto mientras se
recolocaba la escasa ropa que llevaba encima. "No te preocupes
—tranquilizó a su cliente—. Las multas no suelen llegar", le dijo.
Un policía de
cabello largo y blanco hizo bajar la ventanilla del conductor y
mostró pronto sus intenciones:
—Buenas noches
—saludó llevándose la mano a la sien—. Están vulnerando las ordenanzas
municipales y debo multarles.
En ese momento unos
llantos rasgaron la noche y los tres: policía, prostituta y cliente
se miraron con la sorpresa dibujada
en los ojos quedándose inmóviles hasta que Erika cubriéndose con su abrigo de piel falsa con lunares reaccionó y salió del Ford Fiesta. Azuzó el oído apartándose la melena rojiza de
las orejas intentado localizar la procedencia de aquellos lloros. "¡Es un bebé!", gritó y el policía y su cliente negro la siguieron. Las nubes que cubrían el firmamento se
apartaron y una estrella que destacaba reluciente como una perla sobre las
demás parecía querer marcar el camino a
aquella extraña comitiva que por
fin encontró al bebé en un contenedor de basura agitándose desconsolado. El dueño del Ford Fiesta buscó en su maletero
una manta raída con la que Erika envolvió
al bebé y el policía notificó a la
central lo sucedido. Mientras
llegaba la ambulancia, el bebé recibía los arrullos de Erika y ya, más
calmado, cesó de llorar sintiendo como, con mucha dulzura, sobre su linda cabecita posaban sus manos llenos de arrobo la prostituta, el negro y el policía.
FIN
Sencillo y bonito. Reflejo de una parte de la sociedad en qué vivimos.
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